Las cruces sobre el agua

Joaquín Gallegos Lara

CAPITULO PRIMERO

La Artillería (continuación)

Ni bien entraron al aula, donde herían sus narices carrasposo polvo de tiza y pelusas del paño mugriento de sotanas de legos, les avisaron que, a causa de la bubónica, las escuelas habían sido clausuradas por quince días.

−Lo que es yo no me voy a la casa todavía. La mañana está macanuda y allá no saben que han dado asueto -declaró Alfonso.

−Yo también como vos tengo ganas de vagar, pero vámonos yendo al Lazareto, primero, a saber del viejo; y de ahí salimos por encima del cerro al malecón.

−Ya estuvo.

Apretando libros y cuadernos bajo el brazo, caminaron juntos. Aunque a Baldeón le mordía la inquietud, no podía sustraerse a la alegría de andar. Siguiendo la calle Santa Elena hacia el Camino de La Legua, entre casas viejas, de techos de tejas y de galerías, en los bajos se abrían sucuchos de zapateros y sastres, chicherías repugnantes de agrio y fritadas rancias; cholas tetudas y descalzas miraban con ojos muertos desde los interiores.

     

−Yo no me enseñara en estos barrios; no hay como El Astillero, no, ¿verdad?

Al fondo de la calle, blanqueaba el cementerio en la ladera. La Legua corría hacia allá, por un descampado que llamaban El Potrero. ¿Se curaría su padre? Iba cuatro días que lo hizo llevar. ¡qué porfía le costó persuadirlo que era para mejor! Al partir, su voz quemada anunció que no volvería.

La señora Petita había llevado a Alfredo a su casa a comer y dormir y a la compañía de sus nietos. Él no sabía con qué palabras agradecerle; la miraba y suponía que ella lo entendía.

Todos los días había ido a preguntar por Juan. Primero le informaron que seguía muy grave; luego que estaba lo mismo; la víspera le dijeron que parecía mejorar. No quería ilusionarse: aguardaba lo peor. Como para palpar su abandono se había lanzado a vagar, solitario, a lo largo de las calles calcinadas por el verano de fuego, azotadas por raspantes polvaredas. Le asombró cómo el terror deformaba en gestos de pesadilla las caras de las gentes.

Desde el confín de El Astillero hasta los recovecos de la Quinta Pareja, donde la bubónica hacía su agosto, el carretón de bandera amarilla arrastraba su rechinar lúgubre. Pero no bastaba, no era suficiente para el acarreo constante que provocaba la bubónica. Al hombro, en hamacas, arrastras, como podían, llevaban las familias otros pestosos.

Sudando, Alfonso y Alfredo dieron vuelta al cerro del Carmen. Las ventanas tapadas con tela metálica, lo que le daba el aspecto de un ciego, se levantaba allí el temido Lazareto, a la vera de una calzada de cascajo ardido de sol. En su espinazo de zinc se paraban los gallinazos. Más allá, un gran silencio inundaba la sabana con la yerba atacada de sequía. Se acercaron y sonaron el llamador; olía tanto a campo mustio que el olor a remedios les pegó más fuerte que una ola de agua al abrir la puerta; era una monjita joven quien asomó, con el hábito azul y la corneta tiesa de almidón blanco.

−Madrecita, a ver si me hace el favor de preguntar cómo sigue Juan Baldeón, cama 17; ya usted sabe cual...

Le pareció que la monjita era de perlas blandas. Se entró rodando las faldas y la esperaron en una calma larga; vieron el césped del claustro verde y húmedo, en milagroso contraste con el campo tostado afuera. Aspiraron el olor a remedio y Alfonso precisó que era olor a éter. La monja volvía y sonrió más que antes al abrir la puerta.

−Juan Baldeón está muy mejor, quizá el domingo se le de el alta. La Providencia te ampara, chiquitín...

Era jueves. Los dos muchachos, silbando, treparon la cuesta entre los algarrobos, como si ascendieran al sol.

En los años que pasó -no enamorado, sólo mirándola-, Alfredo Baldeón se enteró mucho y bien de la vida de la blanca. El veterano que de costumbre la acompañaba no era su padre, como él creyó, sino su marido. Se llamaba Victoria y dizque era rica y hacía caridades.

Con los chicos, él había ido al puente del Salado, con piso de tablas y techo de zinc, con barandilla abierta a ambos lados, por donde gustó asomarse a contemplar la corriente: así era los ojos de Victoria, como el agua del Salado, agua de mar penetrante de sol.

Una ocasión, Alfredo había escuchado, desde su escondite del estante, que el esposo se le quejaba cariñoso a Victoria, cogiéndola del brazo.

−¡No corra así, como una chiquitina, Toya, suba con cuidado al eléctrico; sea más sosegada!

−Pero si no corro, Jacobo. ¡Es que no voy a ir lerda, como mula de carro urbano! -Contestó ella taconeando, y su voz era de infantil resentimiento.

Bien visto, don Jacobo no era viejo. Sólo sus miradas de chico podían apreciarlo así, pensó Alfredo. O tal vez era que sus cabellos de rubio ceniza, su cautela, su labio inferior saliente, y sus párpados gruesos, le daban aire de avejentado. Pero esa tarde, al descender Alfredo del tranvía de mulas, ofreciendo el arrimo de su hombro para ayudarle a su padre al regreso del Lazareto, no lo vio viejo. A grandes pasos y con la cara roja, don Jacobo salió de su zaguán, subió a un coche que esperaba al pie de la casa y, cerrando de un tirón la portezuela, le ordenó al cochero amodorrado en el pescante.

−¡Pronto! Al consultorio del doctor García Drouet.

No le prestó atención a la frase escuchada al vuelo.

Jorrearon los caballos. Chasqueó un latigazo y el coche viró por la avenida Industria, cambiando de son las ruedas al pasar del polvo al empedrado. Entrando al solar, se sintió triunfante de reanimar al padre.

−¡Ya viste, viejo! ¡Te curaste!

−De buena me he escapado. ¡Pero si no te empeñas vos en hacerme llevar, a esta hora estaría en el hueco! Le ponen a uno en la pierna o en la barriga la inyección, y lo aguañoso del suero se brinca a la boca... También es suerte; en Lazareto han muerto bastantísimos. ¡Conmigo fueron bien buenas las madrecitas!

Se acostó enseguida, doblado de debilidad, y aún doliéndole uno de los bubones. Pero henchía el pecho con placer de resucitado. Un desfile de comadres cayó de visita. Al acento de corazón de su gratitud, la señora Petita quería quitarle importancia a la ayuda prestada a él y a su hijo.

−¡Calle, calle, compadre Baldeón! No hay de qué, no hay de qué...

Juan hundió los dedos entre los cabellos, peinándose toscamente.

−Lo que es de esta, le pongo madrastra a mi zambo; el hombre no puede vivir sin mujer...

Dejándole acompañado, Alfredo salió a dar una vuelta. Jugó pelota un rato. La tarde se caía como en alas del viento que comenzaba a soplar. El barrio resurgía para él de una bruma y volvía a andar el mundo.

Al regresar, otra vez el coche aguardaba ante la casa de la blanca. Ignorando por qué, nació en él un oscuro temor que lo detuvo inmóvil frente al zaguán. Descendía la escalera un señor de sombrero alto y barba negra. Detrás vio bajar a don Jacobo trayéndola a ELLA en brazos, envuelta en colchas. ¡ELLA! Como quien pisa un sapo con el pie desnudo, lo comprendió. Resultaba inútil la explicación que a su lado murmuraba Moncada, con voz de sombra.

−Se llevan a la blanca con bubónica.

En el luminoso óvalo de la cara, un segundo allá pudo Alfredo mirar entreabiertos los ojos de mar penetrada de sol. Ahora no le importaba ser visto. Es más; ojalá lo vieran; ojalá supiera que la había mirado siempre; a ella y a su esposo, porque a los dos los sentía como queridos. Don Jacobo atravesó el portal dirigiéndose al coche. Escapada de entre las ropas, una mano de ella, con la palma vuelta hacia arriba, parecía llamarle a él.

Alfredo Baldeón se echó de bruces en la hierba. Había jurado no llorar, claro; pero bajo su pecho, bajo sus brazos que la apretaban, giraba la tierra. Otra pared se le derrumbaba dentro.

Desde el fondo de todos los momentos de su vida, después, siempre una mano blanca le habrá de llamar; sólo un día supo a dónde.

     
 

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