Trinidad puso la mano en la erguida cabeza de
su pequeño zambo, de mirada viva y pies descalzos, reidor, con la camisa
fuera del sempiterno pantalón largo al tobillo, y en la muñeca un jebe. A
Alfredo el patio le olía a tierra húmeda y la mano de su madre a jabón
prieto.
−¡Correr da hambre!
Ella le respondió blanqueando sonriente la
boca.
La habitación era la planta de uno de los
covachines y en ella apenas sobraba espacio entre las cabezas de los grandes
y el tumbado sin pintar; siempre estaba temiendo que iba a caerle encima. En
la hamaca de deshilachada mocora se mecía su padre.
−¿Qué húbole, zambo?
−Oye, Juan, yo corro como un perro.
−¡Eres un fregado! !Los perros corren bien!
−¡Agárrate a correr parejo con uno y verás!
El cocolón de arroz estaba sobre la mesa
esperando al muchacho hambriento, fue derechito allá y empezó a comer a
cucharadas. En todo momento ansiaba ser mayor, pero a las horas de comida
como ésta le provocaba seguir siendo chico, para que Trinidad le diera los
bocados con su mano, como antes. Mientras comía, se preguntaba si Juan
saldría a la calle. Habitualmente, como en la panadería hacía turno de
noche, quedábase en casa y venía a la hamaca, donde la madre hacía dormir a
su lado a Alfredo. Allá habrá permanecido con ambos, a pesar de que no le
gustaba abrazarla, pero enseguida el taita iba a exigir, como todas las
tardes, que cambiara de lugar.
−¡Anda, cuéstalo, Trini!
Ella obedecía, quizás con gusto, quizás
recelosa de que, sino, le pegara. Desde el catre inmediato donde lo
acostaban, bajo el toldo, Alfredo, oíalos cuchichear, reír, y odiaba a Juan
un largo instante, sin dormirse. ocurría así desde que se acordaba. Más
chico, era peor. No toleraba mirarlo junto a Trinidad sin gritar y
golpeábalo con sus puños menudos. Inexplicablemente para él, su padre reía.
−¡Pero qué celoso el cangrejo éste; parece
hombre mayor!
−Todo chico es enmadrado, Baldeón, y éste
más, que por culpa de vos mismo se cría tan consentido. ¡Míralo! Vos sois el
que lo hace así.
Él los oía y se volvía más arrimado a
Trinidad. Pasaba el día a su lado. Desde lo más remoto se sentía en sus
brazos. Ella le daba de comer, lo lavaba, lo acariciaba. Cuando lavaba en la
vieja tina de pechiche, cerca de la llave de agua, en las mañanas rumorosas
del solar, lo tenía junto a sí o merodeando a su alrededor, alegre de
respirar el acre burbujeo de la espuma escurridiza. también jugaba en su
cercanía mientras ella cocinaba, a pesar de las prohibiciones, a pesar de
amenazarlo con quemazones peligrosos. El fogón al lado de la puerta, al
abrigo del alero, era un cajón con ladrillos, tan bajo que Alfredo alcanzaba
a punzar con un palo las brasas que chispeaban antes de llamear. Sentada en
un banco, Trinidad pelaba yucas o escogía las madres del arroz. Entornaba
los ojos y sacaba la punta de la lengua. Él la quería; quería a Trinidad y
quería a la candela.
−¡Ábrete, ábrete! ¡Un día vas a quemarte,
condenado!
−¡Soy panadero con mi taita, déjame atizar el
horno, madre! -Contestaba él.
En los últimos tiempos, jugar y vagar más
remontado le hacía olvidar su rabia contra el viejo. Más bien comenzó a
admirar sus puños y su genio. Nadie en la covacha era más bravo que él y
Baldeón chico anheló, cuando creciera, ser igual a su padre, ser admirado y
dar que hablar, provocar en la gente alabanzas entusiastas. En las riñas más
recientes entre padre y madre seguía interponiéndose entre las cuatro
rodillas, pero ya sin pegarle a Juan.
Peleaban mucho, demasiado; Trinidad vivía
rabiosa. Se quejaba del mercado caro, de las blancas angurrientas a las que
lavaba ropa, de las vecinas perras y del marido, que le daba una miseria del
jornal y correteaba detrás de las otras.
Separando el cocolón vacío, Alfredo esperó,
paciente y curioso, a ver si el taita le negaba algo de la plata de este
sábado a Trinidad. Si disputaban, Juan se iría por ahí a dejar pasar el mal
rato; mas ahora, al contrario, dando una mecida a la hamaca, él, riendo,
llamó:
−¡Y qué milagro, todavía no me has venido a
bolsiquear! ¡Toma, Trini! Sólo con una peseta para el zambo y un sucre para
una pilsner me quedo.
Más sorprendida que el chico estaba su madre.
−¿Por dónde va a asomar el sol mañana,
Baldeón? ¡Ajo, ya huelo qué es! Has andado chupando trago ¡bandido!
Juan la cogió por el brazo atrayéndola.
−Ven, siéntate aquí al lado.
−Aguarda, hombre. todavía tengo que lavar
platos de lo que ha comido Alfredito.
−Déjalos. Los lavas mañana.
−¿Para que amanezcan cundidos de cucarachas?
...¡Como vos no eres el que tiene que refregar las lavazas!
Alfredo ya no miró. Ni un ratito siquiera
podría hallarse tranquilo, puesta la cabeza en la falda de Trinidad,
sintiendo sus dedos travesear entre sus cabellos. Aunque continuaba diciendo
que no, ella terminó ya sentada junto a Juan. ¿Por qué no irse de nuevo a
correr? Nunca le habían dejado salir de noche; cierto que no había porfiado,
...él mismo temía, pero ya era de empezar.
−Trini, déjame ir un momento a jugar.
Ya abría la boca, negando, cuando el padre
intervino:
−Déjalo no más, Trinidad. No es una chica.
¡Que desde guambra se haga hombre!
−Bueno; pero no te vayas a alejar ni a
demorar, Alfredo.
−Enseguida vuelvo.
Se suponía a sí mismo todavía con un poco de
miedo; sin embargo afuera todo le infundió seguridad. La calle no era
tenebrosa como el patio; clareaba de gas. No era solitaria; las mujeres
conversaban en las puertas y los muchachos jugaban. Vio a sus vecinos
guambras en el portal de "La Florencia"; allí, en los mosaicos lisos
habían
trazado con carbón una rayuela. Olía cálidamente a galletas junto a la pared
de zinc que estaba pintada color chocolate.
−Ah, Baldeón, ¿y cómo así te dejaron salir?
−¿Qué fue?
Pidió que le invitaran a jugar. Segundo hacía
avanzar la piedra de barro saltando con solo pie; lo apodaban "Chupo", por
ser hijo de un policía alemán, de los de la misión, que instruía a los pacos
criollos; su pelo era más crespo que el de Alfredo, pimienta, pero rubio; en
su cara oscura -la madre era zamba- contrastaban lo ojos azules como bolas
de botella de soda water.
−Tablita de descanso... Pasadita de zorro...
Llegué al solcito.
−¡Ahora conmigo! propuso Alfredo.
Los chicos más pequeños formaban grupo
separado y Segundo era una especie de jefe entre ellos; los mayores no los
admitían en sus juegos. A Alfredo le encantaría ganarlo. Los presentes,
Nelson -el ombligón-, que se paseaba por el patio sin pantalones; Aníbal, el
que comía tierra; Lorenzo, que era dueño de una caja de soldados de plomo;
los Morán y los Pizarro, que no eran de su misma covacha sino de la vecina;
todos aprenderían que él, aun siendo más pequeño, podía contra Segundo. Pero
no hubo lugar; los interrumpió un cholo llegando a la carrera; pelado a
mate, Carlos Vaca no era de ellos sino de los mayores.
−¿Quieren ver, pequeñajos? ¡Vengan pues! Voy
a ponerle al eléctrico una docena de torpedos en los rieles.
−¡No vayan!
Rechazó Segundo interponiéndose ante el
intruso.
−¡Se friega el carro y vienen los pacos! ¡Él
es grande y corre, pero a nosotros nos agarran!
−¡Chiquitines sonsos! Si no quieren ver, bueno; pero va a ser lindísimo.
Alfredo tenía que contradecir a Segundo.
−Yo sí voy, no tengo miedo. Además, podemos ver la reventada escondidos en
la zanja, delante del chalé de Falconí.
−¡Este es macho! Aprobó Vaca. Si sigues desarrollando así te dejaremos jugar
con nosotros.
A regañadientes, asintió Segundo diciendo que si todos iban él iría, que él
no tenía miedo a nada.
Alfredo pateaba de alegría. ¡Cómo pudo antes temer la noche! Sólo en la
noche se hacen cosas así.
Parapetado junto a los demás, aguardó en la zanja apretando un puñado de
hierbas secas; le parecía que fuera él, y no Vaca, quien colocara los
torpedos en la canal del riel. El rodar del carro se acercaba. Tan pronto
asomó el ojo tuerto del fanal, los chicos empezaron a sentir cada latido más
alto y más fuerte hasta golpearlos el corazón en el pescuezo. Llegó el vagón
frente a ellos y, en eso, un fulgorazo azulado abaniqueó bajo las ruedas,
acompañado de un estampido hueco. Ni se conmovió el tranvía verduzco, todo
iluminado y lleno de pasajeros; pero quien sí les hizo la fiesta fue el
motorista del tranvía que, soltando el breque, saltó en su cabina, con la
tiesura de uno de esos títeres templados en trapecio que bailan al ajustar
los palitroques. A decir de los chicos, la voz se le amariconó.
−¡Me volaron, desgraciados!
Frenó redondo y descendió, tanteando en la oscuridad con los brazos
abiertos; asemejaba jugar a la gallina ciega. Los muchachos no pudieron
contenerse en la zanja, donde acaso no los habrá visto; se escaparon en
todas direcciones, por las sombras. Tuvo la mala suerte Alfredo de que fuera
precisamente él a quien lograra trincar el motorista.
−¡Ajá, maldito! Ahora te entrego a los
pacos. Sube, sube al carro, so vago.
Le había agarrado por la oreja y se la apretaba tan fuerte que casi lo
suspendía de ella y le dolía más que pillándose los dedos con la tapa del
baúl.
Una mujer salió en su defensa, joven y hermosa cuando la pudo ver.
−Díjelo, mire. Ya no lo volverá a hacer.
¿Verdad, zambito?
Había bajado del carro, en compañía de un veterano caballero al que tomaba
del brazo. Vestía elegante, sombrero de dama y bolsito colgado en el brazo
que tendía hacia él. Su intervención hizo de inmediato aflojar la presión en
su oreja atrapada.
−Pero, señorita ¡si estos mataperros no dejan vida! Cada esquina tengo que
estarme bajando a quitar las porquerías que ponen: palos, piedras, hasta
ratas muertas... ¡Tengo que escarmentar siquiera a alguno!
−Por esta vez suéltelo a este zambito... ¡Es chico!... Yo salgo de
madrina... Me lo suelta ¿no?
Alfredo había olvidado el susto. Miraba fijamente a su defensora creyendo
que jamás había conocido una persona igual ni sabía que existieran. Era una
mujer blanca la que había salido en su auxilio. Era como si su madre fuera
blanca. Se parecía a la estampa de la Virgen que colgaba junto a un
pequeño espejo, en las cañas de la pared, en aquel rincón de su cuarto.
Chispeaba luz de sus ojos claros; la mano que le puso sobre la
cabeza lo atontaba con el olor.
En la noche no durmió; se revolvía bajo las sábanas.
¿Volvería a verla?
Trinidad lo sintió.
−¿Todavía estás recuerdo?
−No tengo sueño.
Y no mentía.
−Es la agitación de correr tarde y noche. No te debía haber dejado.
Alfredo sabía que era la blanca. Todavía conservaba en la retina su imagen cuando caminaba junto a Trinidad,
días después, de vuelta a la covacha. ¿Quién sería? ¿Le conocería de algo?
¿O habrá sido una aparición?
Ante la entrada estaba parada una carreta y una voz pesada se quebró en
anuncio malhumorado.
−¡El cambioooo....!
La hediondez, esparciéndose en penetrante ola por todo el patio, apresuró a
Alfredo y a su madre; cesó el cuchareteo en los cuartos donde se merendaba y
se cerraron todas las puertas. Una mujer ordenó a gritos...
−¡Cleme, Cleme! Anda a recoger la ropa almidonada que dejé tendida..
¿No ves
que cierran y afuera queda solo el bacinero y se la puede agarrar?
Cada semana renovaban el barril del rincón del patio. El carretero
trasladaba al hombro los abrómicos, tapadas las narices con un pañuelo atado
a modo de bufanda. Con frecuencia iba chorreando un reguero fétido. Oyéndose
vejar el desgraciado les replicó a las gentes.
−¡Bacinero! ¡Bacinero! Si no hubiera quien la cargue se la tendrían que
comer, ¡so fatales!
Trinidad había venido enojada todo el camino; Alfredo no sabía por qué. Al
entrar al cuarto, renegó, haciéndose oír de Juan, que ya aguardaba.
−¡Maldita covacha! ¡Si es peor que un chiquero! ¡Aparte, chico!
−En Daule tú dejaste palacios, mi princesa morena,
¿no?
Y enseguida se cogieron a disputar.
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