Jorge Icaza / Cabuyas

 

Mama Pacha (1952)
 
Más arriba de los corrales de la hacienda del patrón, más arriba de los chaparros erizados de pencas de cabuya, al trepar a gatas por un desfiladero, entre piedras cubiertas de líquenes centenarios, bajo un árbol seco, sin sombra –esqueleto sarmentoso de brazos renegridos– se daba con el huasipungo de Mama Pacha.  Lo sórdido del lugar contrastaba con lo amable que se expendía en el bajío. Desde la puerta de la choza –paredes decrépitas y techumbre de paja sucia– se podía observar casi todo el valle aprisionado por la cadena de cerros altos, bajos, redondos, agudos. Al fondo, donde parecía que se barajaban las montañas, flotaba por costumbre una columna de humo azul, presencia, aliento y señal del pueblo cercano. Desde aquel lugar la imaginación jugaba con la realidad: seguía el curso del río como una cristalina cicatriz del paisaje; rodaba, traviesa y alocada, por el declive de los páramos hasta hundirse en los barrancos, saltando sobre las rocas, sobre las zanjas, sobre el ziz-zag de los chaquiñanes; perseguía a los pájaros que revoloteaban por los sembrados y a la tarde huían al bosque; contaba los ganados en los potreros, en el patio de la hacienda, en la talanquera de la rinconada; cruzaba el viejo camino al trote de la mula del señor cura o en la nube de polvo de una recua de bestias, o en el pesado rodar del autobús que iba hacia los pueblos del norte, o en el bamboleo cansado de alguna carreta de bueyes; revisaba, uno a uno, hacia lo alto y árido de la ladera, los huasipungos, como detalles decorativos en el verdor inconmensurable. 
 

 

Paisaje romántico en contraste con la presencia de los campesinos agobiados sobre la tierra, contrapunto de manchas pardas, tristes, silenciosas, campesinos en fila a lo largo de caminos y sendas.

 Todos los dolores, las penas, los desconciertos, las hambres, las enfermedades y los temores del vecindario de aquella comarca de indios, cholos y chagras, todo lo recogía y guardaba Mama Pacha en una gran bolsa de cuero. Quizás por eso su corazón –esponja que lo absorbía todo– conocía que el hambre los desesperaba, que los humillaba la ignorancia, que el miedo los entorpecía hasta el pavor, que la injusticia los hacía rebeldes, que en la enfermedad se abandonaban, que en el vicio olvidaban, que gritaban su dolor en cada parto y que, en fin, muriendo descansaban.

 Y aquel entendimiento, que ella no podía remediar, era su amor, su costumbre y su destino.

 Su cosecha de cada día se amontonaba por los rincones de la choza, junto a las boñigas secas para el fogón, los cueros de chivo y los trapos –todos viejos-, junto al pondo de chicha hundido a medias en el suelo, junto a los yuyos medicinales almacenado en los nichos de las paredes. Y a veces, cuando esa carga desbordaba del tugurio estrecho, la vieja, en las tinieblas más espesas, en lo más sordo de la noche, echaba al fuego lo irreparable y se quedaba con lo nuevo, lo esperanzado y curable.

 La figura de Mama Pacha, envejecida por el pergamino arrugado de su cara y por los andrajos que vestía, se hacía maternal, heroica y bondadosa al resplandor de las llamas del romero y palo santo, a medida que caían en las brasas los invisibles espíritus de las calamidades de la indiada y del cholerío, junto con el polvo de ají seco, los perdigones de pimienta y otras raras hierbas. Aquel oficiar de hechicera ahuyentaba cada noche al Huaira Huañuy. El ramal de humo negro que exhalaba la fogata mágica, a la vez que quemaba las penas, las injusticias, humillaciones, contrariedades y hambres de los campesinos, se envolvía en el cuello del fantasma maldito, narcotizándolo, apaciguándolo para que sólo murieran los que tenían que morir y lo hicieran en paz.

 Al amanecer, antes de tomar forma y color el paisaje, antes de surgir la sinfonía de murmullos campestres, Mama Pacha tenía por costumbre sentarse en la puerta de su vivienda, en actitud hierática, como de ídolo de barro crudo, para otear en la penumbra matutina la presencia y el rastro de las gentes del bajío. Muchas, muchas cosas se preguntaba antes de la luz franca del día, muchas cosas que luego se afanaba por comprobar. ¿Estarán todos? ¿Volverá la chiquillería semidesnuda a entretener su hambre y su abandono fabricándose juguetes en el barro de las zanjas, en la hojarasca de las cercas, en las chambas de los pantanos, en la basura de los chiqueros, en la amistad de los rebaños y de los perros? ¿Y las longas...? ¿Se esforzarán, como de costumbre, tras el trabajo de los hombres o seguirán ofrendando el tributo de su virginidad en la casa del amo, patrón grande, su mercé? ¿Y los indios...? ¡Oh! ¿Hundidos en las ciénagas? ¿Perdidos en las cejas de las montañas? ¿Agobiados por cargas propias y ajenas? Taita Diosito, ¿estarán todos? Un dulce cosquilleo recorría la piel de la vieja, como si fuera acariciada por una mano fecunda.

 Sí. Eran sus hijos. Tantos había dado su vientre cien veces atropellado por capataces, mayordomos y patrones. Todos se fueron... Pero había que defenderlos, ayudarlos sin restricciones. Y a media mañana, apoyada en su bastón, Mama Pacha se arrastraba por el desfiladero hasta el valle. Entraba en los huasipungos, cruzaba desmontes y sembrados, trepaba, se detenía en los recodos peligrosos de los caminos, se hundía en las orillas del río y llegaba a dar remedios a las hembras en apuros –carishinas o virtuosas-, aconsejar a longos con su sabiduría y experiencia –secretos contra crecientes imprevistas, contra lluvias torrenciales, contra plagas malditas, contra la luna tierna, contra el viento embrujado– repartía cucayo entre los rapaces y les inspiraba juegos nuevos.

 Era evidente, cierto, profundamente cierto, que con Mama Pacha las gentes de la comarca se sentían protegidas, arrulladas por su presencia matriarcal, y a toda hora le rezaban.

 —Que algún día te pague taita Dios, Mama Pacha.

 —Taita Dios te ampare, bonitica.

 —Taita Dios te guarde, mama señora.

 —Mama shungo.

 —Mama para quemar la pena.

 —Mama para curar el mal.

 —Mama para aconsejar.

 —Mama para detener al Huaira-Huañuy.

 —Mama para consolar cuando todo parece jodido.

 —Mama para todo mismo.

 —Mamaaaa...

 La obsesión y el ansia sin recompensa de gratitud arrastraba muchas veces a las gentes a pensar en la desaparición de la vieja, en su muerte. ¡No! No podía. Ella controlaba al Huaira-Huañuy. Era eterna. Nadie la vio nacer. Y hombres, mujeres y niños acostumbraron a tatuarse en el alma una verdad fervorosa.

 —Si muere Mama Pacha, moriremos, pes.

 —Si desaparece Mama Pacha, desapareceremos, pes.

 —La sangre de Mama Pacha.

 —El shungo de Mama Pacha.

 —Moriremos no más.

 —Moriremos.

 Y cuando llegaron los tiempos malos y las gentes se sintieron más débiles ante la garra astuta y legal de los poderosos, Mama Pacha exageró sus desvelos y se dejó arrastrar íntegramente –ídolo y profecía– por el coraje, por la angustia y por el reclamo de los suyos. Una tarde, bajo ese signo de impaciencia y desesperación general, envuelta en una corriente de olor a hoshota y a perro mojado, entre gritos, carajos, revuelo de ponchos, alharaca de brazos, jadear de bestias en celo, al frente de los huasipungueros la vieja llegó ante los muros de la casa gamonal, frente al flagelo de los mayordomos y de los capataces a caballo, frente a la injusticia que apaleaba y mataba sin remordimientos, y sintió, en su alma curtida por todas las inclemencias, el horror de la refriega. Tendida bajo unas matas de espinos que la amparaban oyó rodar hacia el valle la triste protesta de la indiada. Fue entonces cuando la posibilidad de la derrota inquietó a Mama Pacha hasta enloquecer.

 —No... No debo morir... Por ellos... Por... 

 A la par de su queja, revisaba temblorosa su carne magullada, su cuerpo cubierto de dolores. No quiso averiguar de dónde le manaba la sangre; en cambio, se contrajo en un gesto esquivo y buscó la hora en el cielo, en la luz marchita. Debía correr más ligera que la noche que venía acercándose con grandes manchas turbias. Su bolsa de cuero estaba llena, rebosando de penas: “Penas para quemar, pes... Quemarlas enseguidita, antes de que crezcan...” Humo y fuego contra el Huaira-Huañuy. Y por la hojarasca –en desesperación de conjurar la sorpresa que pudiera darle su herida, la traidora paralización que acechaba desde todas las articulaciones– se arrastró hasta la cuneta. Sus músculos acerados iniciaron la desobediencia, el abandono; pero ella insistió.

 —No... No debo morir...

 Entre caídas y desmayos, pisando a ratos en el pánico, llegó la vieja a la falda del monte donde se abría el chaquiñán hacia su choza. “Penas para quemar... Humo y fuego contra el Huaira-Huañuy... ¿Qué será de ellos? ¿Qué podía ser de ellos con las penas sueltas? ¡Todas las penas!” –Se dijo, sintiendo en las sienes y en el pecho los latidos de una consternación extraña. Trepando por la ladera, resbaló varias veces viendo, con terror, crecer el negro de la noche que se adelantaba a su deseo. Cayó de pronto como una rana muerta, con los brazos y las piernas quietos, a pocos metros de la choza. Procuró arrastrarse más... Más... ¡Oh! Las tinieblas envolvían las rocas, enredaban las ramas, aplastaban su choza como mano gigante y entraban por sus pupilas, arrebatándole la conciencia.

 Tras de las tinieblas, en la profundidad de la noche, despertó el Huaira-Huañuy derramándose suelto por las abras sin fondo de los glaciares y, anudando sus tentáculos en los soportes graníticos, lanzó su poder fantasmal desde la cavernas de los altos cerros. Corrió por las grietas de la tierra mojando sus pies en la queja ronca de los torrentes. Nutrió su audacia en la fuerzas del mal que ocultan para el hombre los abismos: el Huaira-Soroche, el Huaira-Cuichi, el Huaira-Miu, el Huaira-Mancharipanac... Lleno de fórmulas confusas, de ágiles rumores ondulantes, se lanzó por la garganta del río para clavarse luego en el lago de la noche que dormía en el valle. Vengativo, trepó por la ladera y, en remolino de diablo suelto, de tromba de tinieblas, polvo y basura, danzó sobre el cadáver de Mama Pacha hasta abrirle su bolsa repleta de penas y las esparció de nuevo, ahora con desbandada de huracán, de incendio en pajonal de páramo seco. Astuto Huaira-Huañuy anidó bajo el alero de cada choza, sembró en los huasipungos, metió por las rendijas de las puertas, soltó por los porotillos de las tapias todas las penas que la magia caritativa de Mama Pacha escamoteaba diariamente a la memoria de los campesinos. Cerca ya del amanecer, ebrio de triunfo y diluido en su propia maldad, el Huaira-Huañuy huyó presuroso ante el ladrido de los perros, el canto de los gallos y los pájaros, hacia el refugio de la montaña.

 Y los indios y los cholos pobres, al abrir los ojos en aquella fatídica mañana y encontrar amontonado a su alrededor, materializadas en el recuerdo, las penas, la amargura y la sordidez de su miseria, notaron de inmediato que algo les faltaba para olvidar, para no entender y para no sentir lo que siempre les resbaló por su bruñida y dura resignación, algo que si dejaba de narcotizar por una horas la realidad que los circundaba podía convertirse en un infierno.

 Aquella mañana las pequeñas molestias amanecieron crecidas y los trabajos cotidianos con sabor insufrible. 

 El olor del chiquero, del pasto para los cuyes junto al jergón saturado de orines de guagua, de menstruaciones, fiebres y sudores desesperaba al más resignado con uña de nausea en el estómago. Y las pulgas, las niguas y garrapatas, los piojos y las chinches fueron –quizás por vez primera– en la vida de la indiada monstruos que chupaban la sangre y enronchaban la piel. 

 También en los desfiladeros y chaquiñanes, rotos y anegados por los derrumbes, en esa hora revivió el ardor de viejas llagas. Y el trabajo sobre la tierra se estrelló sin tino con la cangagua transformada en roca, se asfixió en el polvo, se hundió en los pantanos y se heló con mueca de soroche en los páramos. Y el hambre se agravó en el llanto de los niños y se hizo torpeza y alharaca en las mujeres, sin la ayuda que repartía a diario Mama Pacha. Hasta el paisaje, húmedo de garúa, cargado de nubes bajas que arrimaban su hidropesía en los flancos de los cerros, exaltó en el corazón de los moradores de la comarca la maldita sospecha mil veces rechazada y mil veces intuída.

 “Ha desaparecido Mama Pacha.... Mama Pacha ha muerto.... Muerto...”

 El pastor que solía trepar sus cabras por la ladera, un viejo seco, menudo y silencioso, quien desde niño había seguido paso a paso las costumbres, las urgencias, los sacrificios, los heroísmos y los amores de Mama Pacha, se asomó entre las breñas que daban a la choza del árbol seco.

 —¡Ave María! ¡Dios guarde al pobre natural! ¡Hecho una lástima, Mama Pacha! ¡Mamaaa!

 Sólo la brisa, impulsando levemente las basuras que rodaban por el suelo, respondió a las exclamaciones del hombre.

 —¿Quién para que ayude al velorio de la pobre? ¿Quién para que ayude al entierro de la bonitica?

 Estirada en mitad del sendero, muy cerca de la choza, con los brazos y las piernas abiertas cual mortecina de sapo, con el rostro más arrugado y duro, con la boca semiabierta, con los ojos desorbitados, Mama Pacha parecía un espantajo caído, echado al suelo por la diabólica maldición.

 Compasivo y temeroso a la vez, el pastor se acercó hasta el cadáver, santiguándose. No lo pudo tocar. Él estaba enterado de lo que la vieja oficiaba por las noches; las llamas y el humo que la envolvían sin devorarla; y recordaba también, emocionado hasta las lágrimas, el día que vio al diablo blanco atropellar, como un cerdo ansioso, a Mama Pacha en la cuneta de la rinconada. Mama Pacha carishina. Diablo blanco de rabo tieso, ricurishca. ¡Oh! Pero en ese entonces ella se levantó del suelo huyendo del patrón grande su mercé y llorando su deshonor en tono de quien espera nuevos atropellos para calmar inexplicables deseos. En cambio, en ese instante, no se movía; no se movería jamás. “Nunca más, mamitica”, se dijo el viejo pastor sin acertar a dónde orientar su angustia. Enloquecido, húmedos los ojos, con el daño de una manada de bestias infernales en los sembríos de su intimidad, se puso a gritar hacia el valle cubierto de nubes, se puso a gritar en demanda de socorro con lo único que sabía para congregar a las gentes:

 —¡Dañooo! ¡Daño en el shungooo! ¡Dañooo!

 Su voz, larga y quejosa como aullido de lobo, filtrándose por la neblina que iniciaba su ascenso, llegó al primer huasipungo y, en contagio con la alerta sobre la inconformidad latente de aquel día, rodó cual relámpago por los rincones de la comarca exaltando a los campesinos.

 —¡Dañooo!

 Todos entendieron lo que de antemano estuvo en sus entrañas y con agilidad semejante a la del viento, fundida en coro atronador de cien voces, la desesperación de la indiada y del cholerío trepó por la ladera:

 —¿Dóndeee? ¿Dónde, taitico pastor? ¿Dóndeee?

 —¡Daño en el shungooo!

 Desde todos los lugares, levantándose del barro, saliendo del bosque, de la choza, agrupándose en manchas pardas, palpitantes, en los costados de los cerros, con la cara al cielo, la indiada y el cholerío insistieron:

 —¿Dóndeee?

 —¡Aquíii, pes!

 —¿Cómooo?

 —¡Mama Pacha!

 —¿Quéee?

 —¡Muertitaaa!

 —¡Nooo!

 —¡Agarrada del Huaira-Huañuuuy!

 —¡Nooo!

 —¡Cierticooo!

 —¡Nooo!

 —¡Tendida en el senderoooo! ¡Muertitaaa!

 Ante lo aplastante de aquella verdad, en el sentimiento de la muchedumbre campesina se abrió un abismo para enterrar a toda resignación, a toda cordura, a todo coraje, a todo amor entrañable a la tierra. Cada cual se sentía como árbol sin raíz, arrancado de súbito. Indias, viejos, guaguas, huasicamas, cuentayos, runas de arado, de desmonte, de cosecha, vaqueros de páramo, longas servicias, comuneros, familias de amaño o en matrimonio legal, con deuda hereditaria o con deuda adquirida, que se habían criado desde siempre como una sola cosa con el paisaje –su paisaje-, con el lodo, con la tempestad sin refugio, con la vegetación enana de los riscos, se hallaron de pronto desligados, sueltos, en angustia de abandono y urgidos por un impulso de huída –centenario deseo insatisfecho-. Enloquecidos hasta el vértigo de la amargura y del despecho, lo abandonaron todo: los trapos y los cueros de chivo del jergón, las boñigas secas para quemar, la olla de barro, la piedra de moler, el atado de yuyos medicinales. Algunos, los más exaltados, quemaron la choza como chamizo de fiesta, arrasaron los sembrados, pero al fin huyeron; unos, por los chaquiñanes que pierden su rumbo en los barrancos; otros, por el horizonte de los humedales y por la emboscada del chaparro caliente. 

 Al día siguiente, cansado de esperar para el velorio y sin atreverse a mover el cadáver, el viejo pastor bajó al valle. Buscó en las chozas, en los corrales, en los sembrados, en las zanjas. “Se han dejado jalar por la tentación de taita diablo colorado, que también a mí me mordió en la sangre, en el shungo”, se dijo ante sus propias ansias de huir, de correr, de dispararse hasta caer estrellado, muerto. Corrió en pos de los últimos indios que desaparecían tras del cerro, gritando cuanto le dictaba su desesperanza; pero la delantera era larga y sordo el apuro. Pensando en el único que pudiera tomar a su cargo el entierro de Mama Pacha, entró en el pueblo. “Él puede. Él sabe. Él debe saber. Yo también sé, pes. Pobre Pacha de barro renegrido, como el natural. Caridad... Caridad del caballerito debe ser. ¡Jesús! ¡Ave María! Lo que son las cosas... Patrón, su mercé, secretario del amo teniente político. ¿Querrá? ¿No querrá? ¿Qué también será, pes?...” Cruzó la plaza solitaria y se plantó a la puerta de la tenencia política. Allí permaneció por más de media hora sin hallar la forma de explicarse, de entenderse siquiera. Al fin se le encendió la luz de mendigo y, subrayando la voz cansada y ronca, suplicó:

 —Una caridad, patroncitos... ¡Por amor a taita Dios! ¡Una caridadcita!

 En la penumbra del recinto –tibia en olores guardados en las paredes y en los ladrillos del suelo, emanaciones de papel amarillo y de sudor de indios huasipungueros, de pánico de injusticias múltiples– estaba el señor teniente político con mirar insolente y bigotes de caricatura.

 —¡Una caridadcita, por amor a taita Dios!

 —¡No moleste, carajo! ¿No ve que estoy ocupado?

 Con el automatismo de la costumbre, el señor secretario se acercó al inoportuno pordiosero con el propósito firme y determinado de echarlo fuera.

 —¡Fuera... Fuera de aquí!

 Mas, al toparse con su actitud de suplicante resistencia, un guiño raro, un temor que trataba de ahuyentar le hizo intuir el mensaje de una verdad denigrante, algo que sin duda amenazaba su fama, su arquitectura de caballero. 

 —Está muerta... Está muerta Mama Pacha... Solitica... Sin tener quien la ampare, pes... –fue lo único que alcanzó a entender el mozo en el anuncio del aparente mendigo.

 —Espéreme en la esquina. Espéreme no más, cholito....

 Pero se tranquilizó de inmediato. “¿Qué me importa? ¿Qué me importa la muerte de Mama Pacha? ¡India vieja! ¿Por qué yo...? Yo mismo... ¡Carajo! ¡India! ¡Nadie sabe... Nadie!” Y se reintegró con prisa nerviosa a sus papeles, al libro de multas, a las impertinencias del jefe bigotudo, que no dejó de mirarlo con cierta sospecha. Pero... “¿Acaso el falso mendigo? ¿Acaso ella le declaró al morir...? ¿A los indios? ¿A los cholos? ¡Muchos son...! ¡Muchos como yo! Mi origen... Eso... Bueno... Se haga público... ¡Nunca! ¡Soy hijo de nadie! ¡De nadie, carajo!”. Confundido ante una perspectiva de burlas y de sarcasmos para su prosapia de señor, para su saber de autoridad, para su amor interesado a Rosa María –única heredera de Rogelio Tipán, el prestamista de la comarca-, para su piel medio blanquita, para su porvenir, solicitó al señor teniente político permiso para ausentarse.

 —¿Ahora...? ¿Ahora que tengo que resolver el asunto de las multas del padre Gumercindo? ¡Imposible!

 —Es que...

 —Mientras más pobreza más ají de cuy. Mientras más trabajo más vacaciones.

 —Cinco minutos. ¡Necesito salir cinco minutos! –insistió con desusada altanería el señor secretario.

 —¡Ah, eso...! Si sólo son cinco minutos...

 Después de hablar con el mendigo y enterarse tanto de la muerte de la vieja como de sus consecuencias –el pánico y desbandada de los indios, el triunfo de Huaira-Huañuy-, el mozo secretario cedió a las exigencias melosas del informante –sin pizca de compasión y con secreto temor-. Mas objetó en tono de súplica, por su parte, y amenaza a la vez:

 —¿Y por qué no va usted solo? ¿Por qué he de ir yo? ¡Yo! ¡Precisamente yo! ¿Acaso otros también...? 

 —Es que yo no puedo pes, caballerito. Un fiero temor me hace en el shungo. Taita Dios mismo ha querido así. ¿Qué también será? Por eso los naturales ni acercarse han querido a la pobre.

 —Pero yo, carajo...

 —Es que ella...

 —¿Qué?

 —Su mama era, pes.

 —¿Cómo? ¿Acaso los otros...? –se indignó el señor secretario por la insolente verdad que había soltado el miserable viejo. Hirvieron en sangre sus raros rubores criminales encendiéndole las mejillas y dilatándole el negro odio de las pupilas.

 —Mama de todos digo, pes –rectificó el pastor que, en vez de negar, afirmaba.

 —Bien. Sí. Espéreme en la loma...

 —Pero... ¿Conoce el huasipungo de la difunta?

 —Conozco.

 —Guagüito le quitaron a la pobre.

 —¡Basta! Nos veremos al pie del desfiladero... Pasando el primer puente.

 —Cómo no, pes. Usted puede ir en auto. Yo por el chaquiñán no más he de avanzar.

 Creyó salvarse con su oferta engañosa el señor secretario. Grandes resultados en la prórrogas conseguía, en los trámites legales y en los reclamos de la indiada ante la tenencia política. Sí, ella le podía esperar. Mas, al quedar solo, rumiando la vergüenza de su origen, en vez de volver a la oficina, a sus papeles, un impulso de amarga inquietud lo guió hacia el camino real. ¿Qué le importaba lo demás? Deseaba librarse de aquel problema que el pastor le echara encima. Para ello era más recomendable enterrar a la vieja, enterrarla muy hondo, para que desapareciera de él, que desapareciera de todos. Alguien le gritó en ese instante.

 —¡Mi señor Cañitas!

 —¿Eh?

 —Si se va, venga a mi lado.

 —Ah...

 —Salimos enseguida. Venga no más.

 Era el chofer del autobús; un cholo gordo, que sabía de memoria vida y milagros de todos los moradores de la comarca y no perdía oportunidad de hurgar en los chismes del vecindario.

 Con la certeza de que no era lo que creían o fingían creer las gentes, el joven secretario se acomodó en el asiento que le había brindado el chófer. La presencia de viajeros a sus espaldas le pesaba como un hierro candente. ¿Qué pensarían? ¿Qué murmurarían? Formaba parte de ellos, de su sangre, de su pobreza, de su incapacidad, de su mala fe, de sus olores y de sus falsos anhelos. Exacerbado de desprecio y vergüenza se dejó acariciar por la tentación de un grito, de una denuncia: “¡Voy a enterrar a Mama Pacha, carajo! ¿Por qué no van todos si todos son sus hijos? Si todos la conocen y la llevan. ¡Todooos! Unos más que otros, pero todos. ¿No sabían? Debían huir como habían huido los indios. Los indios... Se aguantan para no denunciarse. Los conozco... Cuando declaran, cuando se les interroga, cuando juran... ¡Me dejan solo!” Un repentino vértigo le obligó a pasarse la mano por las sienes, perladas ya de sudor. Iba a caer inconsciente de un momento a otro. Ellos también puede que... ¡No! El destino le había escogido a él. Hubiera podido ser otro, pero en esa circunstancia y en ese instante era él. Aun cuando hizo un esfuerzo más por librarse de aquella postración, por hablar, por gritar, sus músculos no le obedecieron. Permaneció inmóvil, sordo al interrogatorio insistente del hombre que iba a su lado. De pronto, como si un detalle del paisaje lo despertara, se incorporó hacia el parabrisas y espió el camino.

 —¡Aquí me quedo! ¡Pare! –ordenó.

 —¿Aquí? Parece mentira. En mitad del campo. A estas horas. Malo... Malo... ¿Impedida será pes, la carishina?

 —¡Aquí! –confirmó, casi de un grito.

 A través de la polvareda que dejó el autobús al reemprender la marcha, surgió la figura poderosa del viejo pastor. Como si estuviera escrito, sin hablar entre sí, los dos hombres treparon juntos por el desfiladero. Al dar con el cadáver de Mama Pacha, el joven Cañas, fatigado y sudoroso por la violenta ascensión, advirtió que toda la amarga contrariedad de unos minutos antes se le escapaba ahora sin dejar huellas. Y fue una sensación de vacío –tan larga como para darle completa la síntesis del drama que había quedado impreso en el cuerpo de la vieja con señales más profundas que la muerte– obligó al mozo a buscar en los ojos del pastor la respuesta capaz de hacerle comprender todo aquello. “No ha muerto... La han matado, vilmente, desgarrándola...”, pensó el señor secretario.

 —El Huaira-Huañuy, pes.

 —¿Y las heridas? ¿Y la sangre? –insistió señalando con expresión casi compasiva.

 —Así mismo es el mal del Huaira-Huañuy cuando se enfurece. El longo Chaquiango arrojando los shungos por la boca. Y la pobre comadre Josefina... Y el indio Timoteo...

 —A garrote y a látigo parece que murió –interrumpió el joven Cañas.

 —Cuando agarra fuerte, cómo no pes... Estas dos noches que ha pasado a la intemperie, clavada como sapo en mitad del camino, ha hecho de las suyas el bandido huaira, pes... El anaco, la tupushina, el rebozo, la bolsa de las penas... –Informó el viejo con su queja de sanjuanito. Y acercándose al cadáver se enfrascó en una plática de malas memorias, de revisión de cicatrices, de llagas, de torturas, mientras destapaba sin pudor, ávidamente, el cuerpo y la historia de Mama Pacha, sin omitir los detalles del origen del señor secretario y de la mayoría de los cholos del pueblo.

 —¿Y sólo usted sabe que yo..., que ellos...? –interrogó el mozo saturado de rubor.

 —¿A estas horas? Muerta Mama Pacha, muerta doña Domitila, su marquimama, los naturales en desbandada, los patrones, como siempre, sin memoria, ¿quién más para estar en el secreto, pes? 

 “Él sabe. Es el único que conoce a ciencia cierta. Es el testigo... Viejo imbécil”, se reafirmaba convencido, sintiendo avaricia por eliminar cuanto pudiera sacar a la luz sus oscuros y vergonzosos orígenes. Pero otro sentimiento de piedad por la muerta lo detenía, tirando de él en sentido contrario.

 —¿Y cómo enterrarla? ¿Cómo? 

 Durante su carrera de secretario en tenencia política, muchas veces había visto –incluso palpado– a los muertos, sus despojos, sus velorios, sus entierros. Pero aquel cuerpo deformado, con las manos crispadas sobre la tierra, con el rostro arrugado, cenizo, con la boca desdentada seca, llena de moscas, con los ojos abiertos de par en par, que parecían acusarlo desde el ópalo de una gélida mirada, le producía un mareo denso, taciturno.

 —Veamos si en la choza hay algo para cavar un hueco, pes –concluyó el viejo, interpretando como una piedad la actitud vacilante del mozo.

 Cuando, dentro de la choza, los ojos se acostumbraron a la penumbra y el olfato, pudo soportar la atmósfera caldeada de olores recocidos. Dio con las herramientas y se las echó al hombro. Esperó entonces, con su paciencia de años, que el caballerito volviera de la inspección absorta por el pequeño universo cerrado donde había caído. Universo envuelto en su manto de sarna, de hollín en las paredes, de suciedad que empastaba el suelo, desde el camastro a la puerta, de suciedad calcinada en el fogón, de mazamorra endurecida en la ollas secas, sarna rugosa en los leños, en los yuyos y en los montones de basura que dejaron las penas allí consumidas. En medio de aquella revelación de miseria, a Cañas le pareció que se hundía en la comezón y en el pus de toda la sarna del mundo. Abriéndose paso entre el asco fermentado por la amenaza de identificarse  con aquella angustia, salió como pudo de la choza y buscó en torno suyo un lugar para abrir la fosa.

 —Aquí no más –propuso el pastor, entregando la pala al mozo y hundiendo el zapico en la tierra junto al chaquiñán. 

 En el trabajo de los dos hombres –sospechas estimuladas por la angustia de un final indefinido-, el esfuerzo bajo el sol que se transformaba en fuego y el agotamiento físico, liquidaron momentáneamente la asechanza de los malos deseos que el joven abrigaba contra el viejo. Pero cuando todo se hubo hecho y el cuerpo de Mama Pacha desapareció bajo la tierra, se cruzaron de nuevo las miradas... Sin decirse nada, se entendieron. Ambos habían escrito ya en sus ojos lo más expresivo de sus sentimientos. 

 ¿Se odiaban? ¿Se amaban? ...¡Se estorbaban! 

 El mozo avanzó hacia el pastor, la pala en alto, pero tropezó estúpidamente en los baches del terreno. Quería matarlo, librarse del único testigo, de la única revelación viviente y dolorosa de su ancestro. No le costó al viejo escapar de él, con su inveterada disposición escurridiza.

 “Huye... Huye, carajo” –pensó Cañas-. “¿Perseguirlo? Imposible. No sabía saltar como cabra por la pendiente...” Sintió que toda su fiebre de rencor se convertía en inefable victoria a medida que la figura pordiosera y gris del pastor se perdía por el paisaje. Un sentimiento nuevo, como de haber recuperado algo de sí mismo, algo sin reemplazo, algo que canalizaba su coraje presente y su vergüenza antigua hacia el acervo reivindicador se su ancestro, le estremeció en anhelo beatífico de perdón. ¿Perdonar a quién? Al viejo pastor por no haberse dejado matar. A los indios por haber huido. A los cholos por esconder su secreto. A todos... A todos los que le ayudaban a vivir...

 —No... No me han dejado morir todavía...

 

 

 La fuga y la desaparición de la indiada por la muerte de Mama Pacha cambió en pocos días el aspecto del paisaje. Puntuales llegaron por todos los rincones de la comarca los detalles del abandono: los sembríos se cubrieron de maleza; las aguas se pudrieron en las zanjas, en los remansos del río, en los pantanos; por las noche, el ladrido lastimero de los peros y el errar de los ganados sin guía poblaron chaquiñanes y senderos con sombras y fantasmas; al amanecer, la pereza de la atmósfera, huérfana de gritos, de voces, de humo de chozas, parecía adormecerse con el susurro de selva virgen; y durante el día, bajo el sol o la lluvia, los matorrales despeinados y espinosos –apoderados de las tapias, de los huasipungos– parecían saltar sobre las breñas y llenar las quebradas.

 En los caseríos de las haciendas, en las casas cholas y en el pueblo también, todo andaba a la diabla. Los gañanes y mayordomos, después de recorrer las tierras altas, de hurgar en los páramos y en las vertientes de los ríos, después de cruzar la cordillera, después de ofrecer raya doble con huasipungo grande, con chugchi y con socorros, tuvo que arrastrarse a los pies del amo lamentándose de la imposibilidad de reclutar brazos para revivir la tierra.

 —Han desaparecido los runas de todas partes, patrón. Ni para remedio ha quedado unito, pues.

     –Ustedes me responden del ganado, del riego, de las sementeras, del desmonte... ¡Carajo! 

 —¿Sin brazos, cómo pues, su mercé?

 —¡También tienen que conseguirme indias...! Esto no puede durar.

 —Todo por la muerte de Mama Pacha.

 —Mama Pacha... Mama Pacha... ¡Esos son cuentos!

 —No son cuentos, su mercé. Ya ve lo que pasa. Castigo será, brujería será. ¿Qué también será? 

 Cuando los cholos y mayordomos gañanes comentaban sobre las leyendas y las supersticiones de la indiada lo hacían con el temor de perder algo que sobrevivía en ellos, algo que se desbordaba por la conciencia burlándose del disfraz y del disimulo cotidianos. Quizás por eso, subrayaban, con respeto y con temor, los detalles increíbles de la muerte de Mama Pacha.

 —Estamos palpando, su mercé.

 —Estamos agarrando con las manos la desgracia.

 —¡Dios nos guarde!

 —Habrá que descubrir al asesino de la vieja.

 —Meterlo preso.

 —¡Secarlo en la cárcel!

 —¿Encerrar al Huaira-Huañuy? ¿Cómo, pes?

 —Detrás de todas esas cosas debe haber algún pícaro.

 —Algún pícaro.

 —¿Pícaro?

 —¿Habrá? ¿No habrá? Eso es cosa de taita Dios.

 —Lo único cierto es que han desaparecido los runas, sus guarmis, sus guaguas.

 —Con todo mismo.

 —A lo mejor la vieja huyó con ellos.

 —¡No! Estaba escrito así en el shungo de la indiada.

 —Primero muriera Mama Pacha.

 —Y muerta está. Bajo tierra.

 —¿Cómo saben? ¿Cómo?

 —Cholos incrédulos, mala entraña, subieron a la loma y han visto la choza...

 —Han profanado el hueco...

 —¡Han removido la tierra, patrón!

 —¿Enterrada?

 —Sí pues, su mercé. ¡La vieron!

 —Con la furia de garra vencida en las manos, con sangre de malos golpes en el cuerpo, con ojos abiertos de muerte de espanto...

 —Así mismo, patrón...

 —Lógico. ¡Está claro!

 —¡Asesinada!

 —Tenemos que encontrar al criminal.

 —¿Y dónde, pues?

 —¿Buscarlo? Uuu...

 

 

Los más decididos del coro de latifundistas trataron de resolver su problema sustituyendo a los indios desaparecidos por cholos mayordomos, gañanes y administradores. Por desgracia, eran pocos; por añadidura, el fracaso se inició con la propuesta.

 —Eso... Eso no es posible, su mercé.

 —Imposible trabajar como indios.

 —¡Imposible!

 —¡Como indios no, pues! Una cosa es ser macho y otra joderse.

 —Joderse como runa.

 —Sí, pues.

 —¡No es posible! Uuu..

 Un cholo de catadura resuelta –temerario, diríase– fue el único atrevido a explicar por qué nadie aceptaría la sustitución:

 —El trabajo del indio es fácil pero es duro. ¿Para qué vamos a decir lo contrario? Lo chúcaro está en que no nos daría para mantener a los guaguas, a... Bueno... Además, no somos...

 —¿El qué no son?

 —¡Indios, pues...! ¡Dios nos guarde! Tendríamos que ser gentes de huasipungo; tendríamos que llevar a la hembras y a los guaguas al trabajo; tendríamos que renunciar a nuestras vaquitas, a nuestras mulas; tendríamos que ir a pie; tendríamos que vivir en el páramo y morir en la choza... ¡Nos volveríamos indios a la fuerza! ... Y siendo indios tendríamos que huir por la muerte de Mama Pacha...

 —Aaah.

 Al cabo de varias semanas de proyectos, gritos histéricos, discusiones, pesquisas, amos y mayordomos comprendieron que nada, absolutamente nada daba resultado cierto. Todo en realidad estaba deshecho. Sólo el fermento de un estado bilioso y vengativo envenenaba los corazones. También en el pueblo, bajo un velo de aflicción y duda, se abandonaba la gente y envejecían las cosas: despoblábase la feria de los domingos, amontonándose la basura por los recodos, perros hambrientos velando esqueléticos al umbral de todas las puertas, poco a poco cambió el olor habitual –a musgo, a paja, a pelo de caballo sudado, a frondosidad de higuera– de los establos, de los traspatios, de los huertos, de los galpones, en fetidez de estercolero. Y la iglesia, sin limosnas y sin priostes, perdió sus luces y marchitó sus oropeles. Y llegaron desde el valle verdaderas nubes de mosquitos zancudos. Y los piojos –prófugos de los harapos, de los jergones, de las bayetas sucias que olvidaron los indios– se apoderaron de los muchachos, de las mujeres y de los hombres del pueblo. Y faltó todo ese elemento humano –güiñachishcas, pongos, indias servicias, huasicamas, jornaleros– donde el cholerío estaba acostumbrado a ejercitar su codicia, su desprecio, su crueldad, su lujuria. Y llegó el momento en el cual todos parecían haber perdido la cordura, la compasión y el alma. Y en el colmo del desconcierto cada cual sentíase obligado a buscar al maldito brujo –debía ser un brujo– que los sumió en la desgracia, “para beberse la sangre, para colgarlo vivo, para sacarle el mal shungo”. Los cholos ricos sospecharon de los cholos pobres y el espectáculo de un continuo atropello desquició la convivencia del vecindario. Rodaron en público reclamos y acusaciones, como si todo el pueblo, anudado en un nudo de víboras, tratara de morderse, de exterminarse. 

 Pero... ¿Contra quién tenían que irse?

 —Contra el criminal, pes.

 —Contra el asesino de Mama Pacha.

 —¡Pronto!

 —¿Quién? ¿Quién hubiera creído que la vieja, renegrida como el hollín, hedionda como agua estancada, espantase así a los indios vagos?

 —¿De pena sería?

 —¿De coraje sería?

 —¿De ansias sería?

 —¿De amor sería?

 —¿De miedo sería?

 —¿De qué también sería, pues?

 —¿Quién? ¿Quién pudo suponer tanto mal por la falta de semejantes longos sin entrañas?

 —¿Cosa de taita Dios será?

 —¿Cosa del diablo será?

 —¿Cosa del Huaira-Huañuy será?

 —¿Cosa del hombre será?

 —Sea de quien sea, estamos jodidos.

 —¡Que nos devuelvan los runas!

 —¡Los runas malditos!

 —Nos hacen falta.

 —Ahora que nosotros tenemos que reemplazarlos.

 —¡Nooo!

 —No podemos.

 —No debemos.

 —No queremos.

 —¿Por qué, pues?

 —¿Acaso somos malditos?

 —¿Acaso tenemos culpa que purgar?

 —¿Acaso somos esclavos?

 —¿Acaso somos indios?

 —¿Qué cuándo podríamos ser patrones un día, pues?

 —¿Qué pues de nuestra piel blanquita?

 —¿Qué orgullo gamonal pues?

 —¿Qué cuidados pues de nuestras hembras?

 —¿De nuestros guaguas?

 —¿Qué de todo mismo, pues?

 —¡Oooh!

 —Pues es necesario buscar al criminal.

 —Al que mató a la vieja.

 —El teniente político sabrá.

 —Tiene que saber.

 —Él debe, pues...

 —¡Él!

 —Que sirva, pues.

 —Que haga no más de juez.

 —Que nos defienda.

 —¡Pronto!

 De que le hubo dado tierra a Mama Pacha y a su secreto, el joven Cañas movíase por entre el desconcierto del vecindario como si hubiera perdido el contacto y el interés para con lo que siempre fue su mundo. Espectador de cambios inexplicables en sí mismo, arrastraba el presentimiento de una constante necesidad de fuga. Hasta su amor por Rosa María se le esfumaba minuto a minuto. Y en igual o parecida forma las cosas y las gentes se cubrían para él de un aire hosco e impenetrable. “Soy un extraño... Un intruso... ¡No! Soy un heredero...”, se decía trasfiriéndose maniáticamente –reacción expiatoria– todas las humillaciones, todas las miserias, todas las supersticiones y todos los sufrimientos de Mama Pacha, su madre. Y creía, ingenuamente, en esos momentos, que podía abandonar cuanto puso el cholerío encopetado en su realidad de niño, de adolescente, de hombre. Sin la visión clara de sus posibilidades de futuro, se hundía en negros remordimientos al comprobar que lo nebuloso y vago de su origen se aclaraba con el encuentro definitivo de sus esencia maternal, mínima, trágica, por la cual tenía que luchar.

 

 

En aquella tarde, casi todos los habitantes con cierta significación en la comarca trataron de entrar en la tenencia política; pero ante la pequeñez del local, muchos de ellos quedaron atorados en la puerta, con un murmullo asmático de protesta y súplica a la vez.

 —¡No puede ser! –gritó el señor teniente político ante la paradójica situación de tan poderosos personajes en la puerta de su humilde despacho e inició el traslado de muebles y papeles hacia el corredor que daba a la calle. 

 Los dueños de la tierra, los ministros de taita Dios, los más prósperos comerciantes, las honorables madres de familia, los maestros de taller, los contratistas de caminos, el director de la escuela, doña Blanca Salguero y el compadre Játiva –pareja enriquecida en la usura-, los arrendatarios de las haciendas de la Beneficencia Pública, el partido político conservador Dios y Patria, el partido liberal Progreso y Crímpola Roja, el posadero, la tamalera, la sobrina del señor cura, el chófer-propietario de los autobuses; todos, todos se hallaban presentes. A la sombra del murmullo ensordecedor de aquella multitud, el señor teniente político, tras su mesa escritorio, se atrevió a insinuarles una petición de orden. Pero un repentino silencio se anticipó como respuesta y también él se vio enmudecido. Dirigió su mirada suplicante al señor secretario, confiado en la vieja e incondicional costumbre de ser socorrido por él, y así se rompió el mutismo general:

 —¿Qué quieren? ¡Hablen no más!

 Había interrogado en el mismo tono grosero que empleara con los indios; pero era inaudito que lo usara con los potentados. El silencio espesó: se oyeron los moscones; el vaho de la muchedumbre tornose gélido aliento de pavor lanzado contra el ánimo del secretario. Ahora él volvió la mirada a la autoridad de grandes bigotes, quien, arrastrado por el influjo que el saber del secretario ejercía sobre su ignorancia, afirmó con precipitación de autómata:

 —¿Qué quieren? ¡Hablen no más!

 El hielo se rompió como un témpano de gritos.

 —¡Queremos al asesino!

 —¿Qué asesino? –volvió a interrogar el joven Cañas, atragantándose la amarga sospecha.

 De inmediato, con lo grotesco e inoportuno de una insistencia en ese momento, el señor teniente político rubricó tranquilamente la interrogación del mozo.

 —¿Qué asesino?

 —¡El que la mató! ¡El que mató a Mama Pacha! –respondieron cien voces a la vez.

 —¿Cómo? ¿Qué quién mató a Mama Pacha?

 —¡Sí! La mataron y la enterraron. Tenemos pruebas –afirmó una voz más fuerte que todas, llegada desde el grupo de los latifundistas del valle, salida de un hombre grueso, de nariz colorada, manos en alharaca agresiva y ojos inquietos. 

 —¡Pruebaaas! –chilló el coro de gentes importantes de la comarca.

 —¿Pruebas contra el asesino o contra el enterrador? –se atrevió de nuevo el señor teniente político a devolver la pregunta a la respetable concurrencia. 

 Esto rebosó la osadía y colmó la paciencia de los señores que vieron despreciado su honor intocable, sojuzgado por aquel mequetrefe metido a autoridad, por aquel servil funcionario de aldea que nunca hubiera tenido permiso siquiera para preguntar a una sola de aquellas gentes importantes. Pablo Cañas estuvo impasible ante el tumulto que se desató; algo pesado se le agigantaba en las entrañas y se sintió con fuerza para librarse de las argucias, de las usuales palabras comedidas y de las mentiras habituales; creyó que para imponerse sólo tenía que gritar también. Y gritó.

 —¡Silencio!

 —Eso... ¡Silencio! –le secundó su autoridad. 

 Colándose en la pausa instantánea que se abrió, continuó el joven Cañas:

 —Debo intervenir... Debo hablar... Debo declarar lo que yo he visto y lo que yo sé...

 —Saber...

 —¡Saber...!

 —¿Saber qué?

 —¿Qué puede saber?

 —Eso... ¿Qué puede saber? –repitió el señor teniente político, cambiando nuevamente de dueño.

 —Conozco... –titubeó un momento Cañas– ...Conozco al asesino de Mama Pacha. 

 —¿Síii?

 Se fortaleció Cañas para confirmar su revelación.

 —Conozco al asesino ... Al asesino de esa pobre vieja... De esa pobre mujer... 

 Alcanzó a insistir en la denuncia –ante su propia sorpresa– pero en el intento se le quebró nuevamente la voz. Una excitación jamás experimentada había hecho presa de él, surgida ante la imagen de su madre muerta. No era una bruja maligna, ni una rama seca mellada por la infamia, ni mortecina hedionda cubierta de llagas y sangre, ni un cadáver de harapos renegridos; era, en la esencia de las palabras por él mismo pronunciadas, un ser pequeño y tierno, enraizado en su propia existencia, en su propio ser. El estúpido rubor de este descubrimiento le hizo querer desaparecer, esfumarse a la vista de todos; pero ellos habían estallado ya en exigencias o en acusaciones o en un furor sádico por hundirlo en su extraño compromiso sentimental.

 —Si sabe, que diga.

 —Que diga pronto.

 —...O es una calumnia.

 —¡Calumniador!

 —...O es una mentira.

 —¡Mentiroso!.

 —Decir por decir.

 —¡Mala lengua!

 —¡Que diga!

 —¡Que declare!.

 —¡Necesitamos saber!

 —¡Descubrir al asesino!

 —¡Ojalá recaudemos los runas!

 —¡Ojalá vuelvan los indios!

 —¡Ojalá sepamos dónde huyeron!

 —¿A dónde?

 —¡Que diga, pues!

 —Eso... ¡Que diga!  –puntualizó el teniente político.

 Pablo Cañas, limpiándose con la mano la torpeza sentimental que le humedecía la nariz, reaccionó otra vez empujado por su rebeldía de denuncias. Quizás era otro el que hablaba por su boca.

 —¡Sí! Bien... ¡Diré! El asesino... ¡El asesino está entre ustedes! ¡Entre ustedes!

 Pero, ¿por qué había afirmado semejante cosa? ¿De dónde le nació aquello? ¿Quería vengarse?  Y si ellos...

 —¿Cómo?

 —¿Qué es lo que insinúa usted?

 —¿Qué?

 —Lo que me oyen. Todos lo conocen. ¡Todos! –insistió el señor secretario, deslizándose por una intuición que despuntaba clara por un horizonte lejano pero limpio.

 —¿Eh?

 —Pero...

 —¿Todos?

 —Un momento. Me explicaré mejor. Quizás con las pruebas... Esas pruebas que ustedes creen tener.

 ¿Qué pruebas les daría? ¿De dónde sacaba tanto cinismo? ¿De su sangre? ¿De su vergüenza ancestral? ¿De la luz intuitiva que le guiaba sin saber a dónde?

 La sospecha golpeaba en la intimidad de todos y cada uno. “Entre nosotros... Las pruebas... ¿Y si...?  ¡No!” Cada uno temía, pero negaba; se apresuraba a negar.

 Sintió Cañas que el éxito de sus palabras hacían tambalear a un gigante de cien cabezas que se agitaba ante él, presto a devorarlo, un monstruo afligido tan sólo por la desaparición de sus víctimas. ¿Debía ser más ágil que el monstruo? ¿Más veloz? ¿Más valiente? ¿O debía ser más cauto? ¿O debería entregarse? ¿O debería huir?

 —Sobre el cuerpo de Mama Pacha hay sangre; sangre de heridas frescas. Yo... yo vi las huellas. Yo conozco las huellas. Bañada en su propia sangre y en sus propios y ajenos dolores murió esa pobre mujer. Y ahora deben responder los que desenterraron el cadáver. ¿Es o no es verdad lo que digo?

 La súbita respuesta colectiva  estremeció de orgullo afirmativo a Cañas.

 —¡Que declare el asesino! –gritó.

 —Eso... Que declare el asesino –repitió como un eco acobardado el teniente político.

 —Los mayordomos. Los huasicamas. Los gañanes –iba acusando Cañas–  ¡Ellos! ¿Pero cual es el que ordenó flagelar? ¿Cual es el que ordenó dar palo como a bestias? ¿Cual?

 Era incapaz el teniente político de registrar en su inteligencia las complicadas interrogaciones acusatorias de su subalterno; el gesto bufo de sus labios, de sus manos, su cabeza, denotaban cómo cuanto oía, cuanto estaba ocurriendo ante sus ojos, en su despacho, protagonizado por su sirviente, su ayudante servil, lo cohibía. A penas la rapidez de acontecimientos le dejaban tiempo a sorprenderse, a comprender, menos aún a reaccionar.

 —¡Que declare el asesino! –reafirmó el coro de gentes respetables, como si decidiera clavarse el puñal de su propio remordimiento. 

 En ese instante todos miraron al grupo de latifundistas del valle. Sólo uno de entre ellos reaccionó: el hombre grueso, de nariz colorada, manos en alharaca agresiva y ojos inquietos.

 —¡Un momento! ¿Qué es esto? 

 Ahora lo miraron a él. Acorralado, se defendió. ¿Por él mismo? ¿Por todos los latifundistas?

 —¿Por qué me miran así? No entiendo. Yo no estaba. Les juro que no estaba.

 —¡Ah!

 —Yo no estaba ese día en mi hacienda.

 —¿Quién? ¿Quién entonces? –irrumpieron todos en la misma acusación, con las mismas preguntas.

 —Bueno... Diré... El arrendatario... 

 Don Timoteo Játiva –aludido en la respuesta inhibitoria del señor latifundista-, rústica figura tallada de viruelas, irguiéndose por encima de todos, respondió con altanería.

 —Sí. Es verdad. Estuve en la hacienda.

 —Luego confiesa, ¿no?

 —¿Confesar qué? Ver llegar a los indios en manada salvaje, a robar, a desbaratar la propiedad de los señores, de los caballeros aquí hoy presentes... ¿Y no defenderme y ampararlo todo?

 —Defender, sí; pero asesinar, no –dijo una voz anónima entre la multitud.

 —Además se trataba de los indios... Todos sabemos cómo son... ¡Como animales!.

 —Mama Pacha estaba con ellos –se apresuró Cañas-. Iba a la cabeza de los indios.

 —Eso no sabía. Lo cierto es que los runas llegaron hasta las cercas, hasta los galpones, hasta la misma casa. Luego... Yo, claro, dejé el asunto en manos de los mayordomos.

 —¡Sí! Los mayordomos... Pero alguien dirigiendo el ataque con acial y machete, bien manejados, iba con ellos. Alguien que está ahora aquí. ¡Alguien que aplastó sin piedad a la vieja! –afirmó con vehemencia ya victoriosa Pablo Cañas.

 —¿Y cómo sabe? ¿Cómo puede asegurar que a la cabeza de gañanes, de administradores y de huasicamas iba uno de nosotros? ¡Uno de nosotros! –objetó el mismo hombre grueso de nariz colorada.

 —¿Cómo? –corearon a un tiempo el señor teniente político y la distinguida clientela de respetables.

 —He visto en el cadáver las huellas de los cascos del caballo que mató a la buena mujer.

 —¡Eso no prueba nada!

 —¿Nada? He dicho cascos de caballo... ¡Los cholos mayordomos y los pobres van siempre en mula; luego... –iba a concluir Cañas.

 —Así es. Lo reconozco. Pero falta saber de cual de nosotros era el caballo al que usted se refiere.

 —Usted lo sabe.

 —¡Imposible saberlo! Ese día fueron muchos a la hacienda. Fue el señor curita a interceder por los suplidos de un año para los priostes de la fiesta de la Virgen. Fueron don Leo, don Juan y don Rosendo a comprar el aguardiente para los mingueros. Fue el señor director de Dios y Patria; quería le prestáramos unos cuantos longos para llevarlos a la capital a una manifestación en defensa de la democracia. Fue también con el mismo pedido el director de Progreso y Grímpola Roja. Fueron los señores maestros con un agradito para que matriculemos a nuestros hijos en la escuela del pueblo, donde decían, aseguraban, no había longos ni runas. Fueron muchas señoras honorables de la comarca en busca de güiñachishcas y huasicamas para su doméstico. Llegó pues, recuerde, el señor teniente político, a reclamar indios de obligación pública para el aseo diario. Llegó el sacristán a recoger la caridad para terminar la construcción de la iglesia... Llegaron...

 “Todos... Estaban todos”, se dijo Cañas para sí. Hallábase arrebatado ya por su heroísmo.

 Don Timoteo Játiva concluyó ahogándose en la fatiga por tanto recuerdo:

 —Y, como ustedes saben, ese día los caballos estaban en el traspatio. Cada cual salió como pudo. ¿Cual fue, pues? ¿Cual hizo el favor de dirigir a los gañanes y mayordomos contra los indios?

 —¿Cual entonces? ¿Acaso el señor cura? Él... Él no podía permitir un crimen de esa clase... Un crimen de sus cómplices. Perdón, de sus amigos. Sería absurdo, ¿verdad?

 —¿Eh? –respondió indignado el coro de gentes honorables de la comarca– ¿Cómo es posible?

 La herejía cometida por el insignificante secretario era de grueso calibre. Hasta el señor teniente político –no obstante hallarse facultado al uso y abuso de aquellas opiniones– enmudeció otra vez. Las damas –alto copete de pueblo– heridas en lo más íntimo de su pureza, de su virtud religiosa, se alzaron en ademán de huída, pero con el mismo gesto de espanto obtuso –la cobarde desconfianza que embotaba el ambiente– volvieron a acomodarse haciendo sentir su bufido de protesta.

 En el vértigo de su afán destructor, Pablo Cañas perdió la mesura y destapó con sarcasmo todo lo que sabía de la gente. Temblando, pero erguido como un héroe de estampilla, creyéndose liberado de la arrogancia gamonal,  de la superioridad de los maestros de escuela, del patriotismo de los militantes de Dios y patria y Progreso y Grímpola Roja, de la autoridad de su jefe, de la inviolabilidad de la virtud de la señoras, del poder de los latifundistas, de la rumbosidad de los cholos mayordomos y de todo cuanto ridículo y vil había descubierto hasta entonces, concluyó en un grito:

 —¿Y ahora qué dice?

 —¿Cómo?

 —¿Nos acusa?

 —¿Se atreve?

 “¿Qué quiere decir, carajo?”, insistió mentalmente el mozo teniente político, arrastrado por una emoción que sentía en su sangre, que derribaba su orgullo de creerse limpio de la miseria de los demás. Pero fue otro, de entre el público, quien tomo la palabra por él.

 —Bueno... Hay muchas sospechas. Muchos son culpables en potencia. Eso es todo. Pero en definitiva no sabemos cual es el verdadero culpable.

 —¿El asesino?  ¿No ha comprendido usted? ¡Son todos, todos ustedes! –le respondió Cañas.

 Era la acusación definitiva que Pablo Cañas lanzaba contra la bestia de cien cabezas, creyendo doblegarla de una vez. Pero exaltó aún más los ánimos contradictorios; las sospechas mutuas se liquidaron en favor de la defensa colectiva, contra el atrevimiento, la grosería y la infamia del intruso personajillo de la oficina política. Un rugido de alevosa reacción vibró en el recinto y el mismo viejo que había tomado antes la palabra reintentó poner en jaque la inaudita osadía del secretario.

 —Lo que quiere decir usted, mi querido secretario, es que todos pusimos las huellas de los cascos en el cuerpo de Mama Pacha.

 —Sí. Todos. Las he visto.

 —Lo que usted habrá visto son marcas en forma de herradura.

 —Así es.

 —Está claro. No hay que olvidar que a muchas indias y a muchos indios, los más rebeldes, los más ladrones, los que se han dejado siempre tentar por la fuga, se les marca con el hierro al rojo utilizado para distinguir el ganado de cada fundo, de cada región. Mama Pacha pertenecía a la propiedad de don Manuelito Londoño, donde, como todos sabemos, la marca para animales y para runas tiene la forma de una herradura.

 —Estaban frescas las pisadas.

 —Siempre parecen frescas las cicatrices que supuran.

 —Yo vi. 

 —Eso no quiere decir nada. Comprueba solamente una costumbre, una vieja costumbre...

 —Una costumbre –afirmó la autoridad de los grandes bigotes, reiniciando su oficio de eco incondicional.

 —¡Eso no quiere decir nada! –chilló el coro.

 “Escudándose en el viejo orden de cosas, creen salvarse. Están equivocados. ¡Gritaré hasta morir, carajo! Hasta morir... ¿Y si no puedo?

 —Yo he visto la sangre, la sarna, la miseria, la suciedad, la injusticia, la muerte...

 —Correcto –rearguyó el viejo-. Pero eso, mi querido amigo, no puede ser juzgado por un simple amanuense o por un secretario de tenencia política. Esas cosas... Esas grandes cosas tenemos que ventilarlas entre nosotros. ¿Me entiende? ¡Son nuestras cosas!

 Con murmullos de aprobación los nobles iban liquidando sin remordimiento sus temores individuales y sus sospechas mutuas se disipaban ya.

 —Su actitud irrespetuosa para con los suyos, para quienes le estamos dando el sustento y la confianza, esconde sin duda la verdad del suceso y oculta premeditadamente al asesino –sentenció el mismo viejo, abogado del diablo.

 —¡Que se calle el atrevido!

 —¡Que calle ese miserable!

 —¡Basta!

 —¡Fuera!

 —¡Merece un castigo ejemplar!

 —Por mala lengua.

 —Por traidor.

 —Por mentiroso.

 —Así paga nuestros desvelos.

 —Así paga nuestro pan y nuestra agua.

 —¡Fuera!

 —¡Saquémoslo del pueblo!

 —¡Desnudo!

 —¡Como vino al mundo!

 —¡Fuera! ...¡Fuera!

 Pablo Cañas sintió que íntimas verdades sacaban peligrosamente la cabeza frente a él. Poco podría hacer, a esas alturas, que no fuera dejarse hundir en lo áspero y sórdido de los insultos.

 El señor cura, obligado pastor de aquellas almas católicas e injustamente ofendidas, intervino al punto, extendiendo sus brazos de súplica paternal y alzando la voz lo suficiente para que todos le obedecieran.

 —¡Silencio, por favor, hijos míos!

 Se apaciguaron las gentes, como por encanto –como de costumbre-. El cura, apuntando al mozo con su mirada de confesor y juez, le preguntó:

 —Y usted, buen mozo, díganos por qué motivo, por qué razón vio todo lo que dice que vio, ¿eh?

 El marcado retintín inquisitorio del cura hizo entrever el cambio a una nueva situación, a un emplazamiento distinto de la causa.

 —Porque yo...

 —Sí. ¿Por qué?

 —Porque yo. Bueno... Yo la enterré.

 Pero insistió más el sotanudo.

 —¿Y por qué la enterró usted? ¡Conteste!

 “¿Por qué? ¿Por qué la enterré?”, se preguntó el mozo, sin encontrar una respuesta adecuada para los demás.

 —¿Por qué? –chilló la respetable concurrencia.

 Sintió Cañas la misma necesidad que había sentido ante el viejo pastor en el chaquiñán, frente a Mama Pacha; la misma necesidad de que se callara; la misma necesidad de matarlo.

 —¿Por qué? –repitió el señor teniente político, enjugándose el rostro sudoroso.

 Aturdido por la insistencia cruel de todos, sin haber podido eliminar su conflicto interno en lo que él creía de desgracia y de vergüenza, y en espera del milagro que fulminara a la bestia de cien cabezas –renacida como verdadero monstruo por la cólera de haber saboreado la repugnancia de su desnudez– el joven Cañas alcanzó a murmurar, tratando a toda costa de superar el miedo que lo envolvía.

 —Porque yo...

 —¡Qué! –gritó el fraile, intentando que Cañas confesara el secreto que él estaba obligado a guardar.

 —Yo...

 Con la cara temblorosa, con el asco de toda la vileza del mundo en su garganta, Pablo Cañas no pudo decir nada de lo que en realidad era su gran razón. Miró en torno suyo, con la vana esperanza de encontrar alguien que hablara por él. Los posibles aliados que divisó –Rosa María, los amigos de su juventud, ciertas gentes que en algo le admiraban– en vez de alentarlo en su postura valiente lo abandonaron con miradas que aconsejaban silencio. Era hijo de Mama Pacha, india vieja, miserable y bruja, figura imposible de conseguir un sentimiento grato en los allí presentes. ¿Cómo decirles que él no era Pablo Cañas? ¿Cómo?, si de tantos como eran, ninguno se creyó, ninguno se reconoció hijo de india. Todos habían porfiado por olvidar aquello.

 Aferrado a la muda protesta que agitaba todo su ser, el mozo se desplomó en su asiento. Un murmullo de triunfo estremeció a la bestia de cien cabezas. La voz del señor cura se elevó como una penitencia inapelable:

 —Calla porque sus palabras lo traicionarían. Quiso echarnos su crimen a la cara, pero Dios movió su corazón endurecido por el pecado...

 Ya no dejaron que el fraile terminara su discurso. Se hincharon de gritos y amenazas.

 —¡Asesino!

 —¡Él era el asesino!

 —¡Castigo al asesino!

 —¡Nos insultó!

 —¡Nos amenazó!

 —¡Nos calumnió!

 —¡Manchó nuestro honor!

 —¡Justicia!

 —¡Asesino!

 Era en realidad un alarido que tranquilizaba la conciencia colectiva. Movidos por santa indignación trataron de abalanzarse contra la víctima, que negaba trágicamente con la cabeza mientras mantenía fijos los ojos en el suelo. El señor teniente político, impulsado por sus nobles sentimientos y por el interés de los buenos servicios del secretario, se plantó entre la multitud amenazante y el derrotado subalterno.

 —¡No! ¡Así no!

 Aquella demostración de autoridad por parte del teniente político de grandes bigotes aplacó las iras de la muchedumbre.

 Pero el chófer del autobús dijo:

 —Yo lo vi trepar por el desfiladero el día que murió la vieja. Y no me quiso decir a dónde iba.

 Y el dueño de la chichería del camino dijo:

 —Yo lo vi correr por el carretero con las manos sucias de sangre.

 Y una vieja añadió:

 —Yo lo vi llegar como endemoniado a la plaza. ¡Sí! Con estos ojos que se han de tragar la tierra.

 —¡Asesino! –añadieron otros.

 —¡Era el asesino!

 —¡Era el criminal!

 —¡Era el atrevido!

 Mientras la gente gritaba y el señor teniente político intentaba poner orden, Pablo Cañas, con dolorosa amargura, cargábase de culpas. Hundido en la sarna, en la miseria pringosa, en la hediondez, en los piojos, en las llagas del recuerdo vivo, presente, de Mama Pacha muerta, se sentía plenamente culpable. Culpable de no decir la verdad. Culpable de no poder decirla. Culpable de que su verdad fuera al mismo tiempo la verdad de todos. “Soy como ellos... Hábil para acusar, cobarde para descubrir mi vergüenza, incapaz para defenderme... Ellos saben perfectamente... Ellos son y viven ese estúpido bochorno...”, se decía a medida que iba envolviéndose en su silencio final. Abismado en su derrota pudo escuchar aún las voces ajenas que transformaban la nobleza y el valor de su actitud en crimen irrefutable, en culpa eterna, que iba en contra de la opinión generalizada, del gusto refinado, de los sentimientos delicados, de las creencias respetables del cholerío que trataba a toda costa lavar su origen indio. Él era en aquel tribunal el único acusado, el único culpable y el único asesino de Mama Pacha. 

 

 
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