Paisaje romántico en contraste con la
presencia de los campesinos agobiados sobre la tierra, contrapunto de
manchas pardas, tristes, silenciosas, campesinos en fila a lo largo de
caminos y sendas.
Todos los dolores, las penas, los desconciertos,
las hambres, las enfermedades y los temores del
vecindario de aquella comarca de indios, cholos y
chagras, todo lo recogía y guardaba Mama Pacha en una
gran bolsa de cuero. Quizás por eso su corazón
esponja que lo absorbía todo conocía que el
hambre los desesperaba, que los humillaba la ignorancia,
que el miedo los entorpecía hasta el pavor, que la
injusticia los hacía rebeldes, que en la enfermedad se
abandonaban, que en el vicio olvidaban, que gritaban su
dolor en cada parto y que, en fin, muriendo descansaban.
Y aquel entendimiento, que ella no podía remediar,
era su amor, su costumbre y su destino.
Su cosecha de cada día se amontonaba por los
rincones de la choza, junto a las boñigas secas para el
fogón, los cueros de chivo y los trapos todos
viejos-, junto al pondo de chicha hundido a medias en el
suelo, junto a los yuyos medicinales almacenado en los
nichos de las paredes. Y a veces, cuando esa carga
desbordaba del tugurio estrecho, la vieja, en las
tinieblas más espesas, en lo más sordo de la noche,
echaba al fuego lo irreparable y se quedaba con lo nuevo,
lo esperanzado y curable.
La figura de Mama Pacha, envejecida por el
pergamino arrugado de su cara y por los andrajos que
vestía, se hacía maternal, heroica y bondadosa al
resplandor de las llamas del romero y palo santo, a
medida que caían en las brasas los invisibles espíritus
de las calamidades de la indiada y del cholerío, junto
con el polvo de ají seco, los perdigones de pimienta y
otras raras hierbas. Aquel oficiar de hechicera
ahuyentaba cada noche al Huaira Huañuy. El ramal de humo
negro que exhalaba la fogata mágica, a la vez que
quemaba las penas, las injusticias, humillaciones,
contrariedades y hambres de los campesinos, se envolvía
en el cuello del fantasma maldito, narcotizándolo,
apaciguándolo para que sólo murieran los que tenían
que morir y lo hicieran en paz.
Al amanecer, antes de tomar forma y color el
paisaje, antes de surgir la sinfonía de murmullos
campestres, Mama Pacha tenía por costumbre sentarse en
la puerta de su vivienda, en actitud hierática, como de
ídolo de barro crudo, para otear en la penumbra matutina
la presencia y el rastro de las gentes del bajío.
Muchas, muchas cosas se preguntaba antes de la luz franca
del día, muchas cosas que luego se afanaba por
comprobar. ¿Estarán todos? ¿Volverá la chiquillería
semidesnuda a entretener su hambre y su abandono
fabricándose juguetes en el barro de las zanjas, en la
hojarasca de las cercas, en las chambas de los pantanos,
en la basura de los chiqueros, en la amistad de los
rebaños y de los perros? ¿Y las longas...? ¿Se
esforzarán, como de costumbre, tras el trabajo de los
hombres o seguirán ofrendando el tributo de su
virginidad en la casa del amo, patrón grande, su mercé?
¿Y los indios...? ¡Oh! ¿Hundidos en las ciénagas?
¿Perdidos en las cejas de las montañas? ¿Agobiados por
cargas propias y ajenas? Taita Diosito, ¿estarán todos?
Un dulce cosquilleo recorría la piel de la vieja, como
si fuera acariciada por una mano fecunda.
Sí. Eran sus hijos. Tantos había dado su vientre
cien veces atropellado por capataces, mayordomos y
patrones. Todos se fueron... Pero había que defenderlos,
ayudarlos sin restricciones. Y a media mañana, apoyada
en su bastón, Mama Pacha se arrastraba por el
desfiladero hasta el valle. Entraba en los huasipungos,
cruzaba desmontes y sembrados, trepaba, se detenía en
los recodos peligrosos de los caminos, se hundía en las
orillas del río y llegaba a dar remedios a las hembras
en apuros carishinas o virtuosas-, aconsejar a
longos con su sabiduría y experiencia secretos
contra crecientes imprevistas, contra lluvias
torrenciales, contra plagas malditas, contra la luna
tierna, contra el viento embrujado repartía cucayo
entre los rapaces y les inspiraba juegos nuevos.
Era evidente, cierto, profundamente cierto, que con
Mama Pacha las gentes de la comarca se sentían
protegidas, arrulladas por su presencia matriarcal, y a
toda hora le rezaban.
Que algún día te pague taita Dios, Mama
Pacha.
Taita Dios te ampare, bonitica.
Taita Dios te guarde, mama señora.
Mama shungo.
Mama para quemar la pena.
Mama para curar el mal.
Mama para aconsejar.
Mama para detener al Huaira-Huañuy.
Mama para consolar cuando todo parece jodido.
Mama para todo mismo.
Mamaaaa...
La obsesión y el ansia sin recompensa de gratitud
arrastraba muchas veces a las gentes a pensar en la
desaparición de la vieja, en su muerte. ¡No! No podía.
Ella controlaba al Huaira-Huañuy. Era eterna. Nadie la
vio nacer. Y hombres, mujeres y niños acostumbraron a
tatuarse en el alma una verdad fervorosa.
Si muere Mama Pacha, moriremos, pes.
Si desaparece Mama Pacha, desapareceremos,
pes.
La sangre de Mama Pacha.
El shungo de Mama Pacha.
Moriremos no más.
Moriremos.
Y cuando llegaron los tiempos malos y las gentes se
sintieron más débiles ante la garra astuta y legal de
los poderosos, Mama Pacha exageró sus desvelos y se
dejó arrastrar íntegramente ídolo y
profecía por el coraje, por la angustia y por el
reclamo de los suyos. Una tarde, bajo ese signo de
impaciencia y desesperación general, envuelta en una
corriente de olor a hoshota y a perro mojado, entre
gritos, carajos, revuelo de ponchos, alharaca de brazos,
jadear de bestias en celo, al frente de los
huasipungueros la vieja llegó ante los muros de la casa
gamonal, frente al flagelo de los mayordomos y de los
capataces a caballo, frente a la injusticia que apaleaba
y mataba sin remordimientos, y sintió, en su alma
curtida por todas las inclemencias, el horror de la
refriega. Tendida bajo unas matas de espinos que la
amparaban oyó rodar hacia el valle la triste protesta de
la indiada. Fue entonces cuando la posibilidad de la
derrota inquietó a Mama Pacha hasta enloquecer.
No... No debo morir... Por ellos...
Por...
A la par de su queja, revisaba temblorosa su carne
magullada, su cuerpo cubierto de dolores. No quiso
averiguar de dónde le manaba la sangre; en cambio, se
contrajo en un gesto esquivo y buscó la hora en el
cielo, en la luz marchita. Debía correr más ligera que
la noche que venía acercándose con grandes manchas
turbias. Su bolsa de cuero estaba llena, rebosando de
penas: Penas para quemar, pes... Quemarlas
enseguidita, antes de que crezcan... Humo y fuego
contra el Huaira-Huañuy. Y por la hojarasca en
desesperación de conjurar la sorpresa que pudiera darle
su herida, la traidora paralización que acechaba desde
todas las articulaciones se arrastró hasta la
cuneta. Sus músculos acerados iniciaron la
desobediencia, el abandono; pero ella insistió.
No... No debo morir...
Entre caídas y desmayos, pisando a ratos en el
pánico, llegó la vieja a la falda del monte donde se
abría el chaquiñán hacia su choza. Penas para
quemar... Humo y fuego contra el Huaira-Huañuy... ¿Qué
será de ellos? ¿Qué podía ser de ellos con las penas
sueltas? ¡Todas las penas! Se dijo,
sintiendo en las sienes y en el pecho los latidos de una
consternación extraña. Trepando por la ladera, resbaló
varias veces viendo, con terror, crecer el negro de la
noche que se adelantaba a su deseo. Cayó de pronto como
una rana muerta, con los brazos y las piernas quietos, a
pocos metros de la choza. Procuró arrastrarse más...
Más... ¡Oh! Las tinieblas envolvían las rocas,
enredaban las ramas, aplastaban su choza como mano
gigante y entraban por sus pupilas, arrebatándole la
conciencia.
Tras de las tinieblas, en la profundidad de la
noche, despertó el Huaira-Huañuy derramándose suelto
por las abras sin fondo de los glaciares y, anudando sus
tentáculos en los soportes graníticos, lanzó su poder
fantasmal desde la cavernas de los altos cerros. Corrió
por las grietas de la tierra mojando sus pies en la queja
ronca de los torrentes. Nutrió su audacia en la fuerzas
del mal que ocultan para el hombre los abismos: el
Huaira-Soroche, el Huaira-Cuichi, el Huaira-Miu, el
Huaira-Mancharipanac... Lleno de fórmulas confusas, de
ágiles rumores ondulantes, se lanzó por la garganta del
río para clavarse luego en el lago de la noche que
dormía en el valle. Vengativo, trepó por la ladera y,
en remolino de diablo suelto, de tromba de tinieblas,
polvo y basura, danzó sobre el cadáver de Mama Pacha
hasta abrirle su bolsa repleta de penas y las esparció
de nuevo, ahora con desbandada de huracán, de incendio
en pajonal de páramo seco. Astuto Huaira-Huañuy anidó
bajo el alero de cada choza, sembró en los huasipungos,
metió por las rendijas de las puertas, soltó por los
porotillos de las tapias todas las penas que la magia
caritativa de Mama Pacha escamoteaba diariamente a la
memoria de los campesinos. Cerca ya del amanecer, ebrio
de triunfo y diluido en su propia maldad, el
Huaira-Huañuy huyó presuroso ante el ladrido de los
perros, el canto de los gallos y los pájaros, hacia el
refugio de la montaña.
Y los indios y los cholos pobres, al abrir los ojos
en aquella fatídica mañana y encontrar amontonado a su
alrededor, materializadas en el recuerdo, las penas, la
amargura y la sordidez de su miseria, notaron de
inmediato que algo les faltaba para olvidar, para no
entender y para no sentir lo que siempre les resbaló por
su bruñida y dura resignación, algo que si dejaba de
narcotizar por una horas la realidad que los circundaba
podía convertirse en un infierno.
Aquella mañana las pequeñas molestias amanecieron
crecidas y los trabajos cotidianos con sabor
insufrible.
El olor del chiquero, del pasto para los cuyes
junto al jergón saturado de orines de guagua, de
menstruaciones, fiebres y sudores desesperaba al más
resignado con uña de nausea en el estómago. Y las
pulgas, las niguas y garrapatas, los piojos y las
chinches fueron quizás por vez primera en la
vida de la indiada monstruos que chupaban la sangre y
enronchaban la piel.
También en los desfiladeros y chaquiñanes, rotos
y anegados por los derrumbes, en esa hora revivió el
ardor de viejas llagas. Y el trabajo sobre la tierra se
estrelló sin tino con la cangagua transformada en roca,
se asfixió en el polvo, se hundió en los pantanos y se
heló con mueca de soroche en los páramos. Y el hambre
se agravó en el llanto de los niños y se hizo torpeza y
alharaca en las mujeres, sin la ayuda que repartía a
diario Mama Pacha. Hasta el paisaje, húmedo de garúa,
cargado de nubes bajas que arrimaban su hidropesía en
los flancos de los cerros, exaltó en el corazón de los
moradores de la comarca la maldita sospecha mil veces
rechazada y mil veces intuída.
Ha desaparecido Mama Pacha.... Mama Pacha ha
muerto.... Muerto...
El pastor que solía trepar sus cabras por la
ladera, un viejo seco, menudo y silencioso, quien desde
niño había seguido paso a paso las costumbres, las
urgencias, los sacrificios, los heroísmos y los amores
de Mama Pacha, se asomó entre las breñas que daban a la
choza del árbol seco.
¡Ave María! ¡Dios guarde al pobre natural!
¡Hecho una lástima, Mama Pacha! ¡Mamaaa!
Sólo la brisa, impulsando levemente las basuras
que rodaban por el suelo, respondió a las exclamaciones
del hombre.
¿Quién para que ayude al velorio de la
pobre? ¿Quién para que ayude al entierro de la
bonitica?
Estirada en mitad del sendero, muy cerca de la
choza, con los brazos y las piernas abiertas cual
mortecina de sapo, con el rostro más arrugado y duro,
con la boca semiabierta, con los ojos desorbitados, Mama
Pacha parecía un espantajo caído, echado al suelo por
la diabólica maldición.
Compasivo y temeroso a la vez, el pastor se acercó
hasta el cadáver, santiguándose. No lo pudo tocar. Él
estaba enterado de lo que la vieja oficiaba por las
noches; las llamas y el humo que la envolvían sin
devorarla; y recordaba también, emocionado hasta las
lágrimas, el día que vio al diablo blanco atropellar,
como un cerdo ansioso, a Mama Pacha en la cuneta de la
rinconada. Mama Pacha carishina. Diablo blanco de rabo
tieso, ricurishca. ¡Oh! Pero en ese entonces ella se
levantó del suelo huyendo del patrón grande su mercé y
llorando su deshonor en tono de quien espera nuevos
atropellos para calmar inexplicables deseos. En cambio,
en ese instante, no se movía; no se movería jamás.
Nunca más, mamitica, se dijo el viejo pastor
sin acertar a dónde orientar su angustia. Enloquecido,
húmedos los ojos, con el daño de una manada de bestias
infernales en los sembríos de su intimidad, se puso a
gritar hacia el valle cubierto de nubes, se puso a gritar
en demanda de socorro con lo único que sabía para
congregar a las gentes:
¡Dañooo! ¡Daño en el shungooo! ¡Dañooo!
Su voz, larga y quejosa como aullido de lobo,
filtrándose por la neblina que iniciaba su ascenso,
llegó al primer huasipungo y, en contagio con la alerta
sobre la inconformidad latente de aquel día, rodó cual
relámpago por los rincones de la comarca exaltando a los
campesinos.
¡Dañooo!
Todos entendieron lo que de antemano estuvo en sus
entrañas y con agilidad semejante a la del viento,
fundida en coro atronador de cien voces, la
desesperación de la indiada y del cholerío trepó por
la ladera:
¿Dóndeee? ¿Dónde, taitico pastor?
¿Dóndeee?
¡Daño en el shungooo!
Desde todos los lugares, levantándose del barro,
saliendo del bosque, de la choza, agrupándose en manchas
pardas, palpitantes, en los costados de los cerros, con
la cara al cielo, la indiada y el cholerío insistieron:
¿Dóndeee?
¡Aquíii, pes!
¿Cómooo?
¡Mama Pacha!
¿Quéee?
¡Muertitaaa!
¡Nooo!
¡Agarrada del Huaira-Huañuuuy!
¡Nooo!
¡Cierticooo!
¡Nooo!
¡Tendida en el senderoooo! ¡Muertitaaa!
Ante lo aplastante de aquella verdad, en el
sentimiento de la muchedumbre campesina se abrió un
abismo para enterrar a toda resignación, a toda cordura,
a todo coraje, a todo amor entrañable a la tierra. Cada
cual se sentía como árbol sin raíz, arrancado de
súbito. Indias, viejos, guaguas, huasicamas, cuentayos,
runas de arado, de desmonte, de cosecha, vaqueros de
páramo, longas servicias, comuneros, familias de amaño
o en matrimonio legal, con deuda hereditaria o con deuda
adquirida, que se habían criado desde siempre como una
sola cosa con el paisaje su paisaje-, con el lodo,
con la tempestad sin refugio, con la vegetación enana de
los riscos, se hallaron de pronto desligados, sueltos, en
angustia de abandono y urgidos por un impulso de huída
centenario deseo insatisfecho-. Enloquecidos hasta
el vértigo de la amargura y del despecho, lo abandonaron
todo: los trapos y los cueros de chivo del jergón, las
boñigas secas para quemar, la olla de barro, la piedra
de moler, el atado de yuyos medicinales. Algunos, los
más exaltados, quemaron la choza como chamizo de fiesta,
arrasaron los sembrados, pero al fin huyeron; unos, por
los chaquiñanes que pierden su rumbo en los barrancos;
otros, por el horizonte de los humedales y por la
emboscada del chaparro caliente.
Al día siguiente, cansado de esperar para el
velorio y sin atreverse a mover el cadáver, el viejo
pastor bajó al valle. Buscó en las chozas, en los
corrales, en los sembrados, en las zanjas. Se han
dejado jalar por la tentación de taita diablo colorado,
que también a mí me mordió en la sangre, en el
shungo, se dijo ante sus propias ansias de huir, de
correr, de dispararse hasta caer estrellado, muerto.
Corrió en pos de los últimos indios que desaparecían
tras del cerro, gritando cuanto le dictaba su
desesperanza; pero la delantera era larga y sordo el
apuro. Pensando en el único que pudiera tomar a su cargo
el entierro de Mama Pacha, entró en el pueblo. Él
puede. Él sabe. Él debe saber. Yo también sé, pes.
Pobre Pacha de barro renegrido, como el natural.
Caridad... Caridad del caballerito debe ser. ¡Jesús!
¡Ave María! Lo que son las cosas... Patrón, su mercé,
secretario del amo teniente político. ¿Querrá? ¿No
querrá? ¿Qué también será, pes?... Cruzó la
plaza solitaria y se plantó a la puerta de la tenencia
política. Allí permaneció por más de media hora sin
hallar la forma de explicarse, de entenderse siquiera. Al
fin se le encendió la luz de mendigo y, subrayando la
voz cansada y ronca, suplicó:
Una caridad, patroncitos... ¡Por amor a
taita Dios! ¡Una caridadcita!
En la penumbra del recinto tibia en olores
guardados en las paredes y en los ladrillos del suelo,
emanaciones de papel amarillo y de sudor de indios
huasipungueros, de pánico de injusticias
múltiples estaba el señor teniente político con
mirar insolente y bigotes de caricatura.
¡Una caridadcita, por amor a taita Dios!
¡No moleste, carajo! ¿No ve que estoy
ocupado?
Con el automatismo de la costumbre, el señor
secretario se acercó al inoportuno pordiosero con el
propósito firme y determinado de echarlo fuera.
¡Fuera... Fuera de aquí!
Mas, al toparse con su actitud de suplicante
resistencia, un guiño raro, un temor que trataba de
ahuyentar le hizo intuir el mensaje de una verdad
denigrante, algo que sin duda amenazaba su fama, su
arquitectura de caballero.
Está muerta... Está muerta Mama Pacha...
Solitica... Sin tener quien la ampare, pes... fue
lo único que alcanzó a entender el mozo en el anuncio
del aparente mendigo.
Espéreme en la esquina. Espéreme no más,
cholito....
Pero se tranquilizó de inmediato. ¿Qué me
importa? ¿Qué me importa la muerte de Mama Pacha?
¡India vieja! ¿Por qué yo...? Yo mismo... ¡Carajo!
¡India! ¡Nadie sabe... Nadie! Y se reintegró con
prisa nerviosa a sus papeles, al libro de multas, a las
impertinencias del jefe bigotudo, que no dejó de mirarlo
con cierta sospecha. Pero... ¿Acaso el falso
mendigo? ¿Acaso ella le declaró al morir...? ¿A los
indios? ¿A los cholos? ¡Muchos son...! ¡Muchos como
yo! Mi origen... Eso... Bueno... Se haga público...
¡Nunca! ¡Soy hijo de nadie! ¡De nadie, carajo!.
Confundido ante una perspectiva de burlas y de sarcasmos
para su prosapia de señor, para su saber de autoridad,
para su amor interesado a Rosa María única
heredera de Rogelio Tipán, el prestamista de la
comarca-, para su piel medio blanquita, para su porvenir,
solicitó al señor teniente político permiso para
ausentarse.
¿Ahora...? ¿Ahora que tengo que resolver el
asunto de las multas del padre Gumercindo? ¡Imposible!
Es que...
Mientras más pobreza más ají de cuy.
Mientras más trabajo más vacaciones.
Cinco minutos. ¡Necesito salir cinco
minutos! insistió con desusada altanería el
señor secretario.
¡Ah, eso...! Si sólo son cinco minutos...
Después de hablar con el mendigo y enterarse tanto
de la muerte de la vieja como de sus consecuencias
el pánico y desbandada de los indios, el triunfo
de Huaira-Huañuy-, el mozo secretario cedió a las
exigencias melosas del informante sin pizca de
compasión y con secreto temor-. Mas objetó en tono de
súplica, por su parte, y amenaza a la vez:
¿Y por qué no va usted solo? ¿Por qué he
de ir yo? ¡Yo! ¡Precisamente yo! ¿Acaso otros
también...?
Es que yo no puedo pes, caballerito. Un fiero
temor me hace en el shungo. Taita Dios mismo ha querido
así. ¿Qué también será? Por eso los naturales ni
acercarse han querido a la pobre.
Pero yo, carajo...
Es que ella...
¿Qué?
Su mama era, pes.
¿Cómo? ¿Acaso los otros...? se
indignó el señor secretario por la insolente verdad que
había soltado el miserable viejo. Hirvieron en sangre
sus raros rubores criminales encendiéndole las mejillas
y dilatándole el negro odio de las pupilas.
Mama de todos digo, pes rectificó el
pastor que, en vez de negar, afirmaba.
Bien. Sí. Espéreme en la loma...
Pero... ¿Conoce el huasipungo de la difunta?
Conozco.
Guagüito le quitaron a la pobre.
¡Basta! Nos veremos al pie del
desfiladero... Pasando el primer puente.
Cómo no, pes. Usted puede ir en auto. Yo por
el chaquiñán no más he de avanzar.
Creyó salvarse con su oferta engañosa el señor
secretario. Grandes resultados en la prórrogas
conseguía, en los trámites legales y en los reclamos de
la indiada ante la tenencia política. Sí, ella le
podía esperar. Mas, al quedar solo, rumiando la
vergüenza de su origen, en vez de volver a la oficina, a
sus papeles, un impulso de amarga inquietud lo guió
hacia el camino real. ¿Qué le importaba lo demás?
Deseaba librarse de aquel problema que el pastor le
echara encima. Para ello era más recomendable enterrar a
la vieja, enterrarla muy hondo, para que desapareciera de
él, que desapareciera de todos. Alguien le gritó en ese
instante.
¡Mi señor Cañitas!
¿Eh?
Si se va, venga a mi lado.
Ah...
Salimos enseguida. Venga no más.
Era el chofer del autobús; un cholo gordo, que
sabía de memoria vida y milagros de todos los moradores
de la comarca y no perdía oportunidad de hurgar en los
chismes del vecindario.
Con la certeza de que no era lo que creían o
fingían creer las gentes, el joven secretario se
acomodó en el asiento que le había brindado el chófer.
La presencia de viajeros a sus espaldas le pesaba como un
hierro candente. ¿Qué pensarían? ¿Qué murmurarían?
Formaba parte de ellos, de su sangre, de su pobreza, de
su incapacidad, de su mala fe, de sus olores y de sus
falsos anhelos. Exacerbado de desprecio y vergüenza se
dejó acariciar por la tentación de un grito, de una
denuncia: ¡Voy a enterrar a Mama Pacha, carajo!
¿Por qué no van todos si todos son sus hijos? Si todos
la conocen y la llevan. ¡Todooos! Unos más que otros,
pero todos. ¿No sabían? Debían huir como habían huido
los indios. Los indios... Se aguantan para no
denunciarse. Los conozco... Cuando declaran, cuando se
les interroga, cuando juran... ¡Me dejan solo! Un
repentino vértigo le obligó a pasarse la mano por las
sienes, perladas ya de sudor. Iba a caer inconsciente de
un momento a otro. Ellos también puede que... ¡No! El
destino le había escogido a él. Hubiera podido ser
otro, pero en esa circunstancia y en ese instante era
él. Aun cuando hizo un esfuerzo más por librarse de
aquella postración, por hablar, por gritar, sus
músculos no le obedecieron. Permaneció inmóvil, sordo
al interrogatorio insistente del hombre que iba a su
lado. De pronto, como si un detalle del paisaje lo
despertara, se incorporó hacia el parabrisas y espió el
camino.
¡Aquí me quedo! ¡Pare! ordenó.
¿Aquí? Parece mentira. En mitad del campo.
A estas horas. Malo... Malo... ¿Impedida será pes, la
carishina?
¡Aquí! confirmó, casi de un grito.
A través de la polvareda que dejó el autobús al
reemprender la marcha, surgió la figura poderosa del
viejo pastor. Como si estuviera escrito, sin hablar entre
sí, los dos hombres treparon juntos por el desfiladero.
Al dar con el cadáver de Mama Pacha, el joven Cañas,
fatigado y sudoroso por la violenta ascensión, advirtió
que toda la amarga contrariedad de unos minutos antes se
le escapaba ahora sin dejar huellas. Y fue una sensación
de vacío tan larga como para darle completa la
síntesis del drama que había quedado impreso en el
cuerpo de la vieja con señales más profundas que la
muerte obligó al mozo a buscar en los ojos del
pastor la respuesta capaz de hacerle comprender todo
aquello. No ha muerto... La han matado, vilmente,
desgarrándola..., pensó el señor secretario.
El Huaira-Huañuy, pes.
¿Y las heridas? ¿Y la sangre?
insistió señalando con expresión casi compasiva.
Así mismo es el mal del Huaira-Huañuy
cuando se enfurece. El longo Chaquiango arrojando los
shungos por la boca. Y la pobre comadre Josefina... Y el
indio Timoteo...
A garrote y a látigo parece que murió
interrumpió el joven Cañas.
Cuando agarra fuerte, cómo no pes... Estas
dos noches que ha pasado a la intemperie, clavada como
sapo en mitad del camino, ha hecho de las suyas el
bandido huaira, pes... El anaco, la tupushina, el rebozo,
la bolsa de las penas... Informó el viejo con su
queja de sanjuanito. Y acercándose al cadáver se
enfrascó en una plática de malas memorias, de revisión
de cicatrices, de llagas, de torturas, mientras destapaba
sin pudor, ávidamente, el cuerpo y la historia de Mama
Pacha, sin omitir los detalles del origen del señor
secretario y de la mayoría de los cholos del pueblo.
¿Y sólo usted sabe que yo..., que ellos...?
interrogó el mozo saturado de rubor.
¿A estas horas? Muerta Mama Pacha, muerta
doña Domitila, su marquimama, los naturales en
desbandada, los patrones, como siempre, sin memoria,
¿quién más para estar en el secreto, pes?
Él sabe. Es el único que conoce a ciencia
cierta. Es el testigo... Viejo imbécil, se
reafirmaba convencido, sintiendo avaricia por eliminar
cuanto pudiera sacar a la luz sus oscuros y vergonzosos
orígenes. Pero otro sentimiento de piedad por la muerta
lo detenía, tirando de él en sentido contrario.
¿Y cómo enterrarla? ¿Cómo?
Durante su carrera de secretario en tenencia
política, muchas veces había visto incluso
palpado a los muertos, sus despojos, sus velorios,
sus entierros. Pero aquel cuerpo deformado, con las manos
crispadas sobre la tierra, con el rostro arrugado,
cenizo, con la boca desdentada seca, llena de moscas, con
los ojos abiertos de par en par, que parecían acusarlo
desde el ópalo de una gélida mirada, le producía un
mareo denso, taciturno.
Veamos si en la choza hay algo para cavar un
hueco, pes concluyó el viejo, interpretando como
una piedad la actitud vacilante del mozo.
Cuando, dentro de la choza, los ojos se
acostumbraron a la penumbra y el olfato, pudo soportar la
atmósfera caldeada de olores recocidos. Dio con las
herramientas y se las echó al hombro. Esperó entonces,
con su paciencia de años, que el caballerito volviera de
la inspección absorta por el pequeño universo cerrado
donde había caído. Universo envuelto en su manto de
sarna, de hollín en las paredes, de suciedad que
empastaba el suelo, desde el camastro a la puerta, de
suciedad calcinada en el fogón, de mazamorra endurecida
en la ollas secas, sarna rugosa en los leños, en los
yuyos y en los montones de basura que dejaron las penas
allí consumidas. En medio de aquella revelación de
miseria, a Cañas le pareció que se hundía en la
comezón y en el pus de toda la sarna del mundo.
Abriéndose paso entre el asco fermentado por la amenaza
de identificarse con aquella angustia, salió como
pudo de la choza y buscó en torno suyo un lugar para
abrir la fosa.
Aquí no más propuso el pastor,
entregando la pala al mozo y hundiendo el zapico en la
tierra junto al chaquiñán.
En el trabajo de los dos hombres sospechas
estimuladas por la angustia de un final indefinido-, el
esfuerzo bajo el sol que se transformaba en fuego y el
agotamiento físico, liquidaron momentáneamente la
asechanza de los malos deseos que el joven abrigaba
contra el viejo. Pero cuando todo se hubo hecho y el
cuerpo de Mama Pacha desapareció bajo la tierra, se
cruzaron de nuevo las miradas... Sin decirse nada, se
entendieron. Ambos habían escrito ya en sus ojos lo más
expresivo de sus sentimientos.
¿Se odiaban? ¿Se amaban? ...¡Se
estorbaban!
El mozo avanzó hacia el pastor, la pala en alto,
pero tropezó estúpidamente en los baches del terreno.
Quería matarlo, librarse del único testigo, de la
única revelación viviente y dolorosa de su ancestro. No
le costó al viejo escapar de él, con su inveterada
disposición escurridiza.
Huye... Huye, carajo pensó
Cañas-. ¿Perseguirlo? Imposible. No sabía saltar
como cabra por la pendiente... Sintió que toda su
fiebre de rencor se convertía en inefable victoria a
medida que la figura pordiosera y gris del pastor se
perdía por el paisaje. Un sentimiento nuevo, como de
haber recuperado algo de sí mismo, algo sin reemplazo,
algo que canalizaba su coraje presente y su vergüenza
antigua hacia el acervo reivindicador se su ancestro, le
estremeció en anhelo beatífico de perdón. ¿Perdonar a
quién? Al viejo pastor por no haberse dejado matar. A
los indios por haber huido. A los cholos por esconder su
secreto. A todos... A todos los que le ayudaban a
vivir...
No... No me han dejado morir todavía... |
En aquella tarde, casi todos los
habitantes con cierta significación en la comarca trataron de entrar en
la tenencia política; pero ante la pequeñez del local, muchos de ellos
quedaron atorados en la puerta, con un murmullo asmático de protesta y
súplica a la vez.
¡No puede ser! gritó el señor
teniente político ante la paradójica situación de tan
poderosos personajes en la puerta de su humilde despacho
e inició el traslado de muebles y papeles hacia el
corredor que daba a la calle.
Los dueños de la tierra, los ministros de taita
Dios, los más prósperos comerciantes, las honorables
madres de familia, los maestros de taller, los
contratistas de caminos, el director de la escuela, doña
Blanca Salguero y el compadre Játiva pareja
enriquecida en la usura-, los arrendatarios de las
haciendas de la Beneficencia Pública, el partido
político conservador Dios y Patria, el partido liberal
Progreso y Crímpola Roja, el posadero, la tamalera, la
sobrina del señor cura, el chófer-propietario de los
autobuses; todos, todos se hallaban presentes. A la
sombra del murmullo ensordecedor de aquella multitud, el
señor teniente político, tras su mesa escritorio, se
atrevió a insinuarles una petición de orden. Pero un
repentino silencio se anticipó como respuesta y también
él se vio enmudecido. Dirigió su mirada suplicante al
señor secretario, confiado en la vieja e incondicional
costumbre de ser socorrido por él, y así se rompió el
mutismo general:
¿Qué quieren? ¡Hablen no más!
Había interrogado en el mismo tono grosero que
empleara con los indios; pero era inaudito que lo usara
con los potentados. El silencio espesó: se oyeron los
moscones; el vaho de la muchedumbre tornose gélido
aliento de pavor lanzado contra el ánimo del secretario.
Ahora él volvió la mirada a la autoridad de grandes
bigotes, quien, arrastrado por el influjo que el saber
del secretario ejercía sobre su ignorancia, afirmó con
precipitación de autómata:
¿Qué quieren? ¡Hablen no más!
El hielo se rompió como un témpano de gritos.
¡Queremos al asesino!
¿Qué asesino? volvió a interrogar el
joven Cañas, atragantándose la amarga sospecha.
De inmediato, con lo grotesco e inoportuno de una
insistencia en ese momento, el señor teniente político
rubricó tranquilamente la interrogación del mozo.
¿Qué asesino?
¡El que la mató! ¡El que mató a Mama
Pacha! respondieron cien voces a la vez.
¿Cómo? ¿Qué quién mató a Mama Pacha?
¡Sí! La mataron y la enterraron. Tenemos
pruebas afirmó una voz más fuerte que todas,
llegada desde el grupo de los latifundistas del valle,
salida de un hombre grueso, de nariz colorada, manos en
alharaca agresiva y ojos inquietos.
¡Pruebaaas! chilló el coro de gentes
importantes de la comarca.
¿Pruebas contra el asesino o contra el
enterrador? se atrevió de nuevo el señor teniente
político a devolver la pregunta a la respetable
concurrencia.
Esto rebosó la osadía y colmó la paciencia de
los señores que vieron despreciado su honor intocable,
sojuzgado por aquel mequetrefe metido a autoridad, por
aquel servil funcionario de aldea que nunca hubiera
tenido permiso siquiera para preguntar a una sola de
aquellas gentes importantes. Pablo Cañas estuvo
impasible ante el tumulto que se desató; algo pesado se
le agigantaba en las entrañas y se sintió con fuerza
para librarse de las argucias, de las usuales palabras
comedidas y de las mentiras habituales; creyó que para
imponerse sólo tenía que gritar también. Y gritó.
¡Silencio!
Eso... ¡Silencio! le secundó su
autoridad.
Colándose en la pausa instantánea que se abrió,
continuó el joven Cañas:
Debo intervenir... Debo hablar... Debo
declarar lo que yo he visto y lo que yo sé...
Saber...
¡Saber...!
¿Saber qué?
¿Qué puede saber?
Eso... ¿Qué puede saber? repitió el
señor teniente político, cambiando nuevamente de
dueño.
Conozco... titubeó un momento
Cañas ...Conozco al asesino de Mama Pacha.
¿Síii?
Se fortaleció Cañas para confirmar su
revelación.
Conozco al asesino ... Al asesino de esa
pobre vieja... De esa pobre mujer...
Alcanzó a insistir en la denuncia ante su
propia sorpresa pero en el intento se le quebró
nuevamente la voz. Una excitación jamás experimentada
había hecho presa de él, surgida ante la imagen de su
madre muerta. No era una bruja maligna, ni una rama seca
mellada por la infamia, ni mortecina hedionda cubierta de
llagas y sangre, ni un cadáver de harapos renegridos;
era, en la esencia de las palabras por él mismo
pronunciadas, un ser pequeño y tierno, enraizado en su
propia existencia, en su propio ser. El estúpido rubor
de este descubrimiento le hizo querer desaparecer,
esfumarse a la vista de todos; pero ellos habían
estallado ya en exigencias o en acusaciones o en un furor
sádico por hundirlo en su extraño compromiso
sentimental.
Si sabe, que diga.
Que diga pronto.
...O es una calumnia.
¡Calumniador!
...O es una mentira.
¡Mentiroso!.
Decir por decir.
¡Mala lengua!
¡Que diga!
¡Que declare!.
¡Necesitamos saber!
¡Descubrir al asesino!
¡Ojalá recaudemos los runas!
¡Ojalá vuelvan los indios!
¡Ojalá sepamos dónde huyeron!
¿A dónde?
¡Que diga, pues!
Eso... ¡Que diga! puntualizó el
teniente político.
Pablo Cañas, limpiándose con la mano la torpeza
sentimental que le humedecía la nariz, reaccionó otra
vez empujado por su rebeldía de denuncias. Quizás era
otro el que hablaba por su boca.
¡Sí! Bien... ¡Diré! El asesino... ¡El
asesino está entre ustedes! ¡Entre ustedes!
Pero, ¿por qué había afirmado semejante cosa?
¿De dónde le nació aquello? ¿Quería vengarse?
Y si ellos...
¿Cómo?
¿Qué es lo que insinúa usted?
¿Qué?
Lo que me oyen. Todos lo conocen. ¡Todos!
insistió el señor secretario, deslizándose por
una intuición que despuntaba clara por un horizonte
lejano pero limpio.
¿Eh?
Pero...
¿Todos?
Un momento. Me explicaré mejor. Quizás con
las pruebas... Esas pruebas que ustedes creen tener.
¿Qué pruebas les daría? ¿De dónde sacaba tanto
cinismo? ¿De su sangre? ¿De su vergüenza ancestral?
¿De la luz intuitiva que le guiaba sin saber a dónde?
La sospecha golpeaba en la intimidad de todos y
cada uno. Entre nosotros... Las pruebas... ¿Y
si...? ¡No! Cada uno temía, pero negaba; se
apresuraba a negar.
Sintió Cañas que el éxito de sus palabras
hacían tambalear a un gigante de cien cabezas que se
agitaba ante él, presto a devorarlo, un monstruo
afligido tan sólo por la desaparición de sus víctimas.
¿Debía ser más ágil que el monstruo? ¿Más veloz?
¿Más valiente? ¿O debía ser más cauto? ¿O debería
entregarse? ¿O debería huir?
Sobre el cuerpo de Mama Pacha hay sangre;
sangre de heridas frescas. Yo... yo vi las huellas. Yo
conozco las huellas. Bañada en su propia sangre y en sus
propios y ajenos dolores murió esa pobre mujer. Y ahora
deben responder los que desenterraron el cadáver. ¿Es o
no es verdad lo que digo?
La súbita respuesta colectiva estremeció de
orgullo afirmativo a Cañas.
¡Que declare el asesino! gritó.
Eso... Que declare el asesino repitió
como un eco acobardado el teniente político.
Los mayordomos. Los huasicamas. Los gañanes
iba acusando Cañas ¡Ellos! ¿Pero
cual es el que ordenó flagelar? ¿Cual es el que ordenó
dar palo como a bestias? ¿Cual?
Era incapaz el teniente político de registrar en
su inteligencia las complicadas interrogaciones
acusatorias de su subalterno; el gesto bufo de sus
labios, de sus manos, su cabeza, denotaban cómo cuanto
oía, cuanto estaba ocurriendo ante sus ojos, en su
despacho, protagonizado por su sirviente, su ayudante
servil, lo cohibía. A penas la rapidez de
acontecimientos le dejaban tiempo a sorprenderse, a
comprender, menos aún a reaccionar.
¡Que declare el asesino! reafirmó el
coro de gentes respetables, como si decidiera clavarse el
puñal de su propio remordimiento.
En ese instante todos miraron al grupo de
latifundistas del valle. Sólo uno de entre ellos
reaccionó: el hombre grueso, de nariz colorada, manos en
alharaca agresiva y ojos inquietos.
¡Un momento! ¿Qué es esto?
Ahora lo miraron a él. Acorralado, se defendió.
¿Por él mismo? ¿Por todos los latifundistas?
¿Por qué me miran así? No entiendo. Yo no
estaba. Les juro que no estaba.
¡Ah!
Yo no estaba ese día en mi hacienda.
¿Quién? ¿Quién entonces?
irrumpieron todos en la misma acusación, con las
mismas preguntas.
Bueno... Diré... El arrendatario...
Don Timoteo Játiva aludido en la respuesta
inhibitoria del señor latifundista-, rústica figura
tallada de viruelas, irguiéndose por encima de todos,
respondió con altanería.
Sí. Es verdad. Estuve en la hacienda.
Luego confiesa, ¿no?
¿Confesar qué? Ver llegar a los indios en
manada salvaje, a robar, a desbaratar la propiedad de los
señores, de los caballeros aquí hoy presentes... ¿Y no
defenderme y ampararlo todo?
Defender, sí; pero asesinar, no dijo
una voz anónima entre la multitud.
Además se trataba de los indios... Todos
sabemos cómo son... ¡Como animales!.
Mama Pacha estaba con ellos se
apresuró Cañas-. Iba a la cabeza de los indios.
Eso no sabía. Lo cierto es que los runas
llegaron hasta las cercas, hasta los galpones, hasta la
misma casa. Luego... Yo, claro, dejé el asunto en manos
de los mayordomos.
¡Sí! Los mayordomos... Pero alguien
dirigiendo el ataque con acial y machete, bien manejados,
iba con ellos. Alguien que está ahora aquí. ¡Alguien
que aplastó sin piedad a la vieja! afirmó con
vehemencia ya victoriosa Pablo Cañas.
¿Y cómo sabe? ¿Cómo puede asegurar que a
la cabeza de gañanes, de administradores y de huasicamas
iba uno de nosotros? ¡Uno de nosotros! objetó el
mismo hombre grueso de nariz colorada.
¿Cómo? corearon a un tiempo el señor
teniente político y la distinguida clientela de
respetables.
He visto en el cadáver las huellas de los
cascos del caballo que mató a la buena mujer.
¡Eso no prueba nada!
¿Nada? He dicho cascos de caballo... ¡Los
cholos mayordomos y los pobres van siempre en mula;
luego... iba a concluir Cañas.
Así es. Lo reconozco. Pero falta saber de
cual de nosotros era el caballo al que usted se refiere.
Usted lo sabe.
¡Imposible saberlo! Ese día fueron muchos a
la hacienda. Fue el señor curita a interceder por los
suplidos de un año para los priostes de la fiesta de la
Virgen. Fueron don Leo, don Juan y don Rosendo a comprar
el aguardiente para los mingueros. Fue el señor director
de Dios y Patria; quería le prestáramos unos cuantos
longos para llevarlos a la capital a una manifestación
en defensa de la democracia. Fue también con el mismo
pedido el director de Progreso y Grímpola Roja. Fueron
los señores maestros con un agradito para que
matriculemos a nuestros hijos en la escuela del pueblo,
donde decían, aseguraban, no había longos ni runas.
Fueron muchas señoras honorables de la comarca en busca
de güiñachishcas y huasicamas para su doméstico.
Llegó pues, recuerde, el señor teniente político, a
reclamar indios de obligación pública para el aseo
diario. Llegó el sacristán a recoger la caridad para
terminar la construcción de la iglesia... Llegaron...
Todos... Estaban todos, se dijo Cañas
para sí. Hallábase arrebatado ya por su heroísmo.
Don Timoteo Játiva concluyó ahogándose en la
fatiga por tanto recuerdo:
Y, como ustedes saben, ese día los caballos
estaban en el traspatio. Cada cual salió como pudo.
¿Cual fue, pues? ¿Cual hizo el favor de dirigir a los
gañanes y mayordomos contra los indios?
¿Cual entonces? ¿Acaso el señor cura?
Él... Él no podía permitir un crimen de esa clase...
Un crimen de sus cómplices. Perdón, de sus amigos.
Sería absurdo, ¿verdad?
¿Eh? respondió indignado el coro de
gentes honorables de la comarca ¿Cómo es posible?
La herejía cometida por el insignificante
secretario era de grueso calibre. Hasta el señor
teniente político no obstante hallarse facultado
al uso y abuso de aquellas opiniones enmudeció
otra vez. Las damas alto copete de pueblo
heridas en lo más íntimo de su pureza, de su virtud
religiosa, se alzaron en ademán de huída, pero con el
mismo gesto de espanto obtuso la cobarde
desconfianza que embotaba el ambiente volvieron a
acomodarse haciendo sentir su bufido de protesta.
En el vértigo de su afán destructor, Pablo Cañas
perdió la mesura y destapó con sarcasmo todo lo que
sabía de la gente. Temblando, pero erguido como un
héroe de estampilla, creyéndose liberado de la
arrogancia gamonal, de la superioridad de los
maestros de escuela, del patriotismo de los militantes de
Dios y patria y Progreso y Grímpola Roja, de la
autoridad de su jefe, de la inviolabilidad de la virtud
de la señoras, del poder de los latifundistas, de la
rumbosidad de los cholos mayordomos y de todo cuanto
ridículo y vil había descubierto hasta entonces,
concluyó en un grito:
¿Y ahora qué dice?
¿Cómo?
¿Nos acusa?
¿Se atreve?
¿Qué quiere decir, carajo?, insistió
mentalmente el mozo teniente político, arrastrado por
una emoción que sentía en su sangre, que derribaba su
orgullo de creerse limpio de la miseria de los demás.
Pero fue otro, de entre el público, quien tomo la
palabra por él.
Bueno... Hay muchas sospechas. Muchos son
culpables en potencia. Eso es todo. Pero en definitiva no
sabemos cual es el verdadero culpable.
¿El asesino? ¿No ha comprendido
usted? ¡Son todos, todos ustedes! le respondió
Cañas.
Era la acusación definitiva que Pablo Cañas
lanzaba contra la bestia de cien cabezas, creyendo
doblegarla de una vez. Pero exaltó aún más los ánimos
contradictorios; las sospechas mutuas se liquidaron en
favor de la defensa colectiva, contra el atrevimiento, la
grosería y la infamia del intruso personajillo de la
oficina política. Un rugido de alevosa reacción vibró
en el recinto y el mismo viejo que había tomado antes la
palabra reintentó poner en jaque la inaudita osadía del
secretario.
Lo que quiere decir usted, mi querido
secretario, es que todos pusimos las huellas de los
cascos en el cuerpo de Mama Pacha.
Sí. Todos. Las he visto.
Lo que usted habrá visto son marcas en forma
de herradura.
Así es.
Está claro. No hay que olvidar que a muchas
indias y a muchos indios, los más rebeldes, los más
ladrones, los que se han dejado siempre tentar por la
fuga, se les marca con el hierro al rojo utilizado para
distinguir el ganado de cada fundo, de cada región. Mama
Pacha pertenecía a la propiedad de don Manuelito
Londoño, donde, como todos sabemos, la marca para
animales y para runas tiene la forma de una herradura.
Estaban frescas las pisadas.
Siempre parecen frescas las cicatrices que
supuran.
Yo vi.
Eso no quiere decir nada. Comprueba solamente
una costumbre, una vieja costumbre...
Una costumbre afirmó la autoridad de
los grandes bigotes, reiniciando su oficio de eco
incondicional.
¡Eso no quiere decir nada! chilló el
coro.
Escudándose en el viejo orden de cosas,
creen salvarse. Están equivocados. ¡Gritaré hasta
morir, carajo! Hasta morir... ¿Y si no puedo?
Yo he visto la sangre, la sarna, la miseria,
la suciedad, la injusticia, la muerte...
Correcto rearguyó el viejo-. Pero eso,
mi querido amigo, no puede ser juzgado por un simple
amanuense o por un secretario de tenencia política. Esas
cosas... Esas grandes cosas tenemos que ventilarlas entre
nosotros. ¿Me entiende? ¡Son nuestras cosas!
Con murmullos de aprobación los nobles iban
liquidando sin remordimiento sus temores individuales y
sus sospechas mutuas se disipaban ya.
Su actitud irrespetuosa para con los suyos,
para quienes le estamos dando el sustento y la confianza,
esconde sin duda la verdad del suceso y oculta
premeditadamente al asesino sentenció el mismo
viejo, abogado del diablo.
¡Que se calle el atrevido!
¡Que calle ese miserable!
¡Basta!
¡Fuera!
¡Merece un castigo ejemplar!
Por mala lengua.
Por traidor.
Por mentiroso.
Así paga nuestros desvelos.
Así paga nuestro pan y nuestra agua.
¡Fuera!
¡Saquémoslo del pueblo!
¡Desnudo!
¡Como vino al mundo!
¡Fuera! ...¡Fuera!
Pablo Cañas sintió que íntimas verdades sacaban
peligrosamente la cabeza frente a él. Poco podría
hacer, a esas alturas, que no fuera dejarse hundir en lo
áspero y sórdido de los insultos.
El señor cura, obligado pastor de aquellas almas
católicas e injustamente ofendidas, intervino al punto,
extendiendo sus brazos de súplica paternal y alzando la
voz lo suficiente para que todos le obedecieran.
¡Silencio, por favor, hijos míos!
Se apaciguaron las gentes, como por encanto
como de costumbre-. El cura, apuntando al mozo con
su mirada de confesor y juez, le preguntó:
Y usted, buen mozo, díganos por qué motivo,
por qué razón vio todo lo que dice que vio, ¿eh?
El marcado retintín inquisitorio del cura hizo
entrever el cambio a una nueva situación, a un
emplazamiento distinto de la causa.
Porque yo...
Sí. ¿Por qué?
Porque yo. Bueno... Yo la enterré.
Pero insistió más el sotanudo.
¿Y por qué la enterró usted? ¡Conteste!
¿Por qué? ¿Por qué la enterré?, se
preguntó el mozo, sin encontrar una respuesta adecuada
para los demás.
¿Por qué? chilló la respetable
concurrencia.
Sintió Cañas la misma necesidad que había
sentido ante el viejo pastor en el chaquiñán, frente a
Mama Pacha; la misma necesidad de que se callara; la
misma necesidad de matarlo.
¿Por qué? repitió el señor teniente
político, enjugándose el rostro sudoroso.
Aturdido por la insistencia cruel de todos, sin
haber podido eliminar su conflicto interno en lo que él
creía de desgracia y de vergüenza, y en espera del
milagro que fulminara a la bestia de cien cabezas
renacida como verdadero monstruo por la cólera de
haber saboreado la repugnancia de su desnudez el
joven Cañas alcanzó a murmurar, tratando a toda costa
de superar el miedo que lo envolvía.
Porque yo...
¡Qué! gritó el fraile, intentando
que Cañas confesara el secreto que él estaba obligado a
guardar.
Yo...
Con la cara temblorosa, con el asco de toda la
vileza del mundo en su garganta, Pablo Cañas no pudo
decir nada de lo que en realidad era su gran razón.
Miró en torno suyo, con la vana esperanza de encontrar
alguien que hablara por él. Los posibles aliados que
divisó Rosa María, los amigos de su juventud,
ciertas gentes que en algo le admiraban en vez de
alentarlo en su postura valiente lo abandonaron con
miradas que aconsejaban silencio. Era hijo de Mama Pacha,
india vieja, miserable y bruja, figura imposible de
conseguir un sentimiento grato en los allí presentes.
¿Cómo decirles que él no era Pablo Cañas? ¿Cómo?,
si de tantos como eran, ninguno se creyó, ninguno se
reconoció hijo de india. Todos habían porfiado por
olvidar aquello.
Aferrado a la muda protesta que agitaba todo su
ser, el mozo se desplomó en su asiento. Un murmullo de
triunfo estremeció a la bestia de cien cabezas. La voz
del señor cura se elevó como una penitencia inapelable:
Calla porque sus palabras lo traicionarían.
Quiso echarnos su crimen a la cara, pero Dios movió su
corazón endurecido por el pecado...
Ya no dejaron que el fraile terminara su discurso.
Se hincharon de gritos y amenazas.
¡Asesino!
¡Él era el asesino!
¡Castigo al asesino!
¡Nos insultó!
¡Nos amenazó!
¡Nos calumnió!
¡Manchó nuestro honor!
¡Justicia!
¡Asesino!
Era en realidad un alarido que tranquilizaba la
conciencia colectiva. Movidos por santa indignación
trataron de abalanzarse contra la víctima, que negaba
trágicamente con la cabeza mientras mantenía fijos los
ojos en el suelo. El señor teniente político, impulsado
por sus nobles sentimientos y por el interés de los
buenos servicios del secretario, se plantó entre la
multitud amenazante y el derrotado subalterno.
¡No! ¡Así no!
Aquella demostración de autoridad por parte del
teniente político de grandes bigotes aplacó las iras de
la muchedumbre.
Pero el chófer del autobús dijo:
Yo lo vi trepar por el desfiladero el día
que murió la vieja. Y no me quiso decir a dónde iba.
Y el dueño de la chichería del camino dijo:
Yo lo vi correr por el carretero con las
manos sucias de sangre.
Y una vieja añadió:
Yo lo vi llegar como endemoniado a la plaza.
¡Sí! Con estos ojos que se han de tragar la tierra.
¡Asesino! añadieron otros.
¡Era el asesino!
¡Era el criminal!
¡Era el atrevido!
Mientras la gente gritaba y el señor teniente
político intentaba poner orden, Pablo Cañas, con
dolorosa amargura, cargábase de culpas. Hundido en la
sarna, en la miseria pringosa, en la hediondez, en los
piojos, en las llagas del recuerdo vivo, presente, de
Mama Pacha muerta, se sentía plenamente culpable.
Culpable de no decir la verdad. Culpable de no poder
decirla. Culpable de que su verdad fuera al mismo tiempo
la verdad de todos. Soy como ellos... Hábil para
acusar, cobarde para descubrir mi vergüenza, incapaz
para defenderme... Ellos saben perfectamente... Ellos son
y viven ese estúpido bochorno..., se decía a
medida que iba envolviéndose en su silencio final.
Abismado en su derrota pudo escuchar aún las voces
ajenas que transformaban la nobleza y el valor de su
actitud en crimen irrefutable, en culpa eterna, que iba
en contra de la opinión generalizada, del gusto
refinado, de los sentimientos delicados, de las creencias
respetables del cholerío que trataba a toda costa lavar
su origen indio. Él era en aquel tribunal el único
acusado, el único culpable y el único asesino de Mama
Pacha.
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