Una mañana oscura, de lluvia y barro, Alfonso, que en esa ocasión iba
descalzo y metiendo los pies en los baches, vino a la panadería a comprar
dos reales de molletes. Tras el mostrador pintado de rojo, Alfredo asomó
bruscamente la cabeza para sacarle la lengua.
−¡No eres el diablo, porque yo no creo en el diablo! Le gritó Alfonso
riéndose. Se rieron los dos y salió Alfredo del mostrador. Conversaron
animadamente de las cometas, de las hondas y de los trompos. Más tarde, bajo
el sol borroso que hacía humear el lodo, jugaron largo rato.
En la pandilla de La Artillería admitieron al nuevo amigo de Alfredo. Aunque
al principio no lo querían, por ser blanco, enseguida se reveló de sangre
ligera, pareciéndose en mucho a los demás; supo ganar voluntades. Su familia
se había mudado recién al barrio. Últimamente ningún juego salía bien sin
él.
Un nuevo relámpago azufró el aire, pero no los asustó.
−Si llueve, ¿nos vamos a ver a Moncada y a jugar al taitaco?
A los dos amigos recientes, especialmente cómplices y compenetrados entre
sí, les divertía lo que iba a hacer el grupo, aunque ellos no pensaran
participar ni querían hacerlo. Naturalmente tampoco se metían a avisarle a
la víctima, chico con el que simpatizaban poco.
Se acercaron a los otros, que estaban reunidos frente a la entrada de la
covacha. Los principales urdidores de la trampa eran los dos Morán, Aquilino
y Vicente, y los dos Pizarro, Fernando y Reinaldo, primos entre sí, nietos
de la señora Natalia, dueña del solar del lado de La Artillería. A ésta
acababa de cambiarse el maestro carpintero, Moncada, con su mujer y con su
hijo Jacinto, el cual de tiempo atrás era ya odioso al chiquillerío y aún
temido. Motivos tenían. Después de verlo pegar a los pequeños, saltarle un
ojo a un perro, arrancarle de una en una las plumas a un pollo y meterle un
palo en trasero a una mula, todos se volvieron contra él. Era fuerte, de
anchas espaldas y frentón; la barbilla saliente y el gesto le daban el aire
de mayor a su cara de niño. Así pues, nadie se oponía que le hicieran jugar
al taitaco.
Al verlo venir contuvieron la risa y Aquilino le propuso llanamente.
−Hola, Moncada, ¿quieres jugar al taitaco?
−Yo no sé ese juego.
−Eso no le hace, te ponemos enseguida en ello; es facilísimo.
Le explicaron que representaba la cacería del tigre; no con escopeta como
los blancos, sino como se caza en el monte, con lanza. Luego le dieron que
eligiera si quería hacer de tigre, de cazador o de taitaco. Enterado de que
ser el tigre era escapar, fingiendo rugir e intentando morder, y de que ser
taitaco era sólo servir de portalanza, pidió ser el cazador. Aquilino
añadió, detallando:
−Pero, fíjate, vos no puedes matar al tigre con la primera lanza. Esto es
como la corrida de toros, ¿sabes? Con la segunda es la cosa.
−Ya estuvo. ¡Ya!
−Yo seré el tigre entonces y Reinaldo que sea taitaco. Concluyó Aquilino.
Moncada se alegró: Podría aporrearle agusto las costillas, con el palo de
escoba que era la lanza. Alentándolo más, Aquilino le advirtió:
−¡Oye, pero no vas a ser tosco al alancear, que todo no es más que juego!
−Pierde cuidado, ñato, te lancearé sobre suave.
Por el centro de la calle y por los soportales, hasta el de "La Florencia",
correteó la cacería. Moncada era robusto y tenía empeño en apalear al tigre.
Aquilino era una pluma. Allí alcanzado, sus quimbas evitaban los porrazos.
El cazador comenzaba a acezar. Por sus ojos sudorosos se cruzaban los
estantes, enredándose.
−¡Taitaco, pásame la lanza! -gritó al fin, botando el primer palo.
Simulando esquivar al tigre, Reinaldo le entregó el otro. Alfredo y Alfonso
se miraron.
Moncada empuñó el palo con ambas manos, luego con una, y tendiendo el brazo
a lo lancero, corrió.
Ahora sí, según el trato, el tigre se dejaría atrapar. Como de entusiasmo,
él se propasaría a rematarlo. Mas Aquilino seguía huyendo. De repente rompió
en carcajadas y Reinaldo también se reía, y Segundo y Baldeón y Cortés y
todos. Se paró, cauteloso; le gritaron.
−¿Qué fue, Jacinto? ¿No te duele?
Moncada los maldijo y les mentó las madres, loco de ira. No arrojaba el
palo, embarrado y maloliente. Aquilino le había sumergido dos veces en el
barril; era jueves y los cambios eran los sábados; en La Artillería vivían
cincuenta personas y los muchachos tragaban banano el día entero.
La cara de Moncada íbase poniendo lívida hasta parecer de sebo. Ajustaba las
quijadas y le temblaban las aletas de las narices, como a los burros
hechores tras las yeguas.
Sin una palabra más y antes de que pudieran preverlo, se echó contra
Aquilino y Reinaldo. El primero, rapaz aindiado, de duros huesos y tendones
y de ojillos de raposo, se alejó de dos brincos; a Reinaldo le alcanzó.
¿Cómo impedirlo, tan rápido? Medio golpeado, le refregó el palo sucio contra
la cara, el pelo y la boca. Más chico y asustado, Reinaldo trataba de
defenderse; balbuceaba.
−¡Suelta, suelta! ¡Modérate, Moncada!
Al sentir que la pandilla se le abalanzaba, tiró el palo y se cuadró en
media calle, con los puños cerrados y adelantando la cara, baja, como toro,
la frente.
−¡Con engaño, desgraciados! ¡Pero a mí sólo fue en las manos y yo se la he
hecho comer a este mariconcito!
No le atacaron. Ya de sus casas les llamaban. Y se fueron.
Precedida de creciente rumorear en los techos, en la piedra esponjosa, Venía
la lluvia. Callaban los sapos. Aisladamente, las ranas, de enorme voz
campanuda, aventaron su grito hasta los últimos rincones del fango.
El chorro de agua de la llave cayendo sobre la botija era la única
frescura. Alfredo, sentado en una piedra al lado de la cerca, volvía los
ojos entrecerrados hacia las puertas de los cuartuchos, a través de las
ropas tendidas a secar en los cordeles.
Hacía más de tres semanas que Segundo no salía a jugar. Dizque se quemaba de
fiebre. No dejaban verlo; hasta a su hermana la recomendaron donde una
vecina. Para meterse a averiguar de él era que Alfredo esperaba a que el
patio se vaciara; siempre a esa hora las lavanderas, huyendo del solazo, se
sotechaban con sus hijos a hacer la siesta. Cuando desapareció la última,
Alfredo se levantó. Un momento antes había visto irse, sin duda que por
algún remedio, a Manuela, la madre de Segundo. Al pie de la puerta, una
gallina color tabaco, sacudiéndose, se bañaba en el polvo.
El suelo ardiente le obligaba a caminar de puntillas. Entró. Al principio,
la oscuridad le volvió ciego; después distinguió a Segundo en la hamaca y se
acercó a él. Gachos los párpados y reseca la boca, Segundo se quejaba al son
de su aliento. Sentía Alfredo que, aunque disputaban tanto, el enfermo era
buen compañero, era buen chico. El viruterio de su cabeza se derramaba sobre
la almohada. Con precaución, le tocó la frente; era cálida, más cálida que
el fondo de la falda de Trinidad; sólo la candela podía ser más cálida.
Retiró la mano y se apartó. Recelaba que le sorprendiera Manuela y, además,
las mugrosas cobijas apestaban a pezuña y a ratón muerto.
Al trasponer la salida se halló de cara con Manuela, quien lo cogió de un
brazo, sacándolo de un tirón.
−¿Quién te mandó meterte, chico bruto?
¿Cómo andas como perro sin collar?
¡... Y si se te pasa!
−¿Qué tiene Segundo, ña Manuela?
−¿No lo viste, fregado? ¡No vuelvas a entrar!
Medio le dio miedo; sería feo caer con semejante calentura y mal olor. ¡Pero
qué va! Él era del mismo palo que el algarrobo, que no admite polilla y les
rompe los formones a los carpinteros.
Manuela había sacado del cuarto un ladrillo; agachándose lo puso al rescoldo
y empezó a atizar el fogón.
−¿Para qué es, ah?
La zamba alta, gorda, de caderas pesadas y patas costrosas, furiosamente se
volteó gritándole.
−¡Entrometido! ¿Y a vos qué te importa?
Alfredo, sorprendido, de un salto se colocó fuera de su alcance; se dolió y
se asustó a la vez. Ella se calmó inmediatamente. Bajó tanto la voz que
parecía rogar.
−Es un remedio para Segundito, ¿sabes? Para bajarle la hinchazón. Pero, oye,
zambo, no le digas a nadie que yo he estado haciendo esto... Vos eres bueno,
¿verdad? Si te callas, de que Segundo esté bien hago jalea de guayaba y te
doy, te doy bastante....
−Bueno, ña Manuela, no digo nada. No soy chismoso.
Por más que no le incumbía, le extrañaba la actitud de Manuela.
¿A qué se
debería? La gente mayor vive tejiendo enredos. Se preguntaba Alfredo, a
veces, si cuando él creciera se volvería estúpido como casi todas las
personas grandes que conocía.
Silbó y se fue a la calle; afuera encontró novedades. Un carretón cerrado,
de cuatro ruedas, parecido a los de cargar fideos de "La Florencia", estaba
ante la puerta. Al costado del pescante, de una pértiga pendía una bandera
amarilla; un poco más atrás vio un coche, no tirado por mulas sino por
caballos.
−¿Dónde está la dueña de esta covacha?
Del coche había bajado un blanco, de bigote y lentes, vestido de negro; le
acompañaban otros futres, peones. Alfredo no supo quién fue a llamar a la
señora Petita, pero ella acudió, abrochándose la blusa y alisándose el pelo.
−¿Qué pasa?
−Oiga, señora, en su covacha hay un caso de peste bubónica; venimos a
llevárnoslo al Lazareto. Es un chico, hijo de la lavandera Manuela García.
−¿Con peste? No, doctor. Lo que tiene es tabardillo.
−¡Peste, señora; no me va usted a enseñar a mí!
−¿Acaso usted le ha visto al chico, blanco?
−¡Bah! -replicó él, frunciendo el ceño.
Le daba risa a Alfredo cómo pestañeaba, rapidísimo, el médico, y cómo le
temblaban las manos al gesticular. Habían salido varias vecinas. Corrió el
revuelo de muchas voces y abrir y cerrar de puertas.
La tarde refrescaba. El viento sacudía la bandera del carretón y
traqueteaba, por ahí, un alero flojo. Dos de los blancos que habían venido,
más jóvenes, conversaban bajo, y riéndose, acerca de donde curioseaba
Alfredo.
−Fíjate, fíjate, Álvarez ya mismo se trompea con la negra.
−¡Loco es este cucaracha eléctrica!
−¡La morfina es la que lo pone así!
Los dientes de la señora Petita relucían a las respuestas que daba, puesta
en jarras y con ningún disimulo, cerrando el paso al médico que se
impacientaba.
−No se puede dejar a los pestosos en sus casas. Hay que aislarlos,
contagian, se les pasa la enfermedad a los demás... ¿Entiende, señora?
−¡Para matarlos es que se los llevan!
−¿Cómo se imagina? ¡Señora, no sea bruta! Para curarlos. Y mañana venimos a
vacunar y fumigar. ¡Hay cincuenta casos de peste! ¡Aquí dicen que Guayaquil
es la perla del Pacífico, pero los extranjeros la llaman el hueco pestífero
del Pacífico!
−¿Quiere decir que van a quemar mi covacha?
¿Acaso yo tengo la culpa de la
peste?
−¿Me está cachondeando? ¡A fumigar he dicho, negra del diablo! ¡Déjame en
paz!
Sacaron a Segundo en camilla. Le cubría hasta el cuello la sábana y se le
abrían unos ojos inmensos. Casi aullando, desgreñada, despechada, Manuela se
oponía, se prendía a los enfermeros, suplicaba, arañaba, mordía, golpeaba
impotente, desesperada. La sujetaron vecinas. Los chicos corrían
escandalizados por el patio.
−¡Segundo! ¡Se lo llevan con bubónica a Segundo!
Con el colchón y cobijas y con los trastos del cuarto, ordenaron en media
calle una hoguera, prohibiendo brincarla a los muchachos. Alfredo apretaba
los puños; ansió arrebatar a Segundo y le parecía que Manuela se hubiese
vuelto Trinidad.
Al crujir el carretón, rodando, Manuela hundió la cara en el hombro de la
señora Petita, llorando.
−¡Si ya está mejor mi Segundito...! ¡Con los limones sosados y los ladrillos
calentitos se estaba curando! ¡Y ahora me lo van a matar.... Me lo matan a
mi zambo! ¡Segundo! Segundito... Cuando el gringo se fue, dejándome preñada
¡sólo por él viví! ¿Por quién voy a vivir ahora? ¡Mi hijo!
Cruzaba su padre el patio a vuelta del trabajo. Alfredo observó que su padre
se cercioraba de que no lo veían de fuera cuando dejó fallar la pierna, como
aliviándose, y cojeó libre el dolor. Pensó, como un rayo: ¡tiene un bubón en
la ingle!
−¿Qué te pasa, papá?
−Ya me fregué. Creo que estoy con la peste. |