Las cruces sobre el agua

Joaquín Gallegos Lara

CAPITULO PRIMERO

La Artillería (continuación)

Al regresar a casa, su padre, envuelto en la penumbra de la habitación y sentado en el catre, con la frente arrugada y los hombros caídos, le tendió la mano.

−Hijo, a la cuenta te has quedado guácharo. ¡Tu madre se largó!

Dio un salto atrás, como si su padre le empujara, de sopetón, con las dos manos.

−... A Daule. Dijo que para siempre. Dijo que la perdones. Que no puede llevarte. Que yo, como padre, te tenga. ...¡Recién ahorita salió!

Carraspeó su padre, para ponerse en pie, sobándose las manos.

A Alfredo le estalló el aire. Mucho antes de llorar se le agarrotó la boca, los dientes, los labios, el llanto; lo que pudo ser un grito desesperado no fue más que un susurro entrecortado, casi mudo.

−¡Mamacita! ¡Mamacita mía!

Se le enredaron al cuello las telarañas de los rincones; las vigas carcomidas se descoyuntaron y, ¡ahora sí!, de veras, el tumbado se le cayó encima. El fogón, la tina, la hamaca, todos los sitios del cuarto y del patio, se arremolinaron con él, lo emparedaron, porque quedaban vacíos. Y se vaciaron la calle por donde se fue, y el camino, y el mundo. Y se quedarían vacíos sus ojos por llorar hasta la última lágrima, cuando empezara a llorar. ¡No lo llevó con ella! ¡No lo llevó!

El sordo croar que poblaba las sombras le hacía figurarse que en los fangales debían haber, tal vez, cientos de sapos, en las zanjas, bajo las botijas.

Culebreó un relámpago en un hueco azulado de las nubes.

Apestaba a lodo abombado. Cerca de la ventana de rejas del departamento donde vivía Cortés, todos los ruidos se ahogaron para Alfredo en una música que Venía de allí, que le rozó la cara y que consideró superior a la de cualquier guitarra. Alfonso, muchacho casi tan moreno como él, pero calzado y con medias largas y pantalón a la rodilla, salía ya.

−Vamos, dijo.

Caminaron a brincos en las piedras. La luz de los faroles se rompía en las escamas de las charcas.

En todo silencio a Alfredo le asaltaba el recordar a Trinidad. ¡Cómo había cambiado su vida! Su partida fue para él un derrumbe. Dos días seguidos lloró de bruces en la cama. Insultó a Nelson y le pegó a Segundo un cabezazo en la nariz, cuando el padre los hizo entrar por ver si lo animaban y lo atraían a los juegos, a comer, a seguir viviendo.

No quería que lo vieran llorar. De pronto se acordó de la blanca. Deseó ir a mirarla. Pegada la cara contra la almohada, con un sabor de tinieblas y de lana en los labios, juró dos cosas antes de levantarse: Fugarse a Daule, a buscar a su madre, y no volver a llorar jamás.

Los meses volaron. Por encima de la sabana del Parque Municipal, de muy lejos acudían cortinones de nubes negras que se iban descolgando en aguaceros como inundaciones.

Conoció a Alfonso Cortés en la panadería. Desde que partió Trinidad, su padre acostumbraba a llevarlo allá.

     

Una mañana oscura, de lluvia y barro, Alfonso, que en esa ocasión iba descalzo y metiendo los pies en los baches, vino a la panadería a comprar dos reales de molletes. Tras el mostrador pintado de rojo, Alfredo asomó bruscamente la cabeza para sacarle la lengua.

−¡No eres el diablo, porque yo no creo en el diablo! Le gritó Alfonso riéndose. Se rieron los dos y salió Alfredo del mostrador. Conversaron animadamente de las cometas, de las hondas y de los trompos. Más tarde, bajo el sol borroso que hacía humear el lodo, jugaron largo rato.

En la pandilla de La Artillería admitieron al nuevo amigo de Alfredo. Aunque al principio no lo querían, por ser blanco, enseguida se reveló de sangre ligera, pareciéndose en mucho a los demás; supo ganar voluntades. Su familia se había mudado recién al barrio. Últimamente ningún juego salía bien sin él.

Un nuevo relámpago azufró el aire, pero no los asustó.

−Si llueve, ¿nos vamos a ver a Moncada y a jugar al taitaco?

A los dos amigos recientes, especialmente cómplices y compenetrados entre sí, les divertía lo que iba a hacer el grupo, aunque ellos no pensaran participar ni querían hacerlo. Naturalmente tampoco se metían a avisarle a la víctima, chico con el que simpatizaban poco.

Se acercaron a los otros, que estaban reunidos frente a la entrada de la covacha. Los principales urdidores de la trampa eran los dos Morán, Aquilino y Vicente, y los dos Pizarro, Fernando y Reinaldo, primos entre sí, nietos de la señora Natalia, dueña del solar del lado de La Artillería. A ésta acababa de cambiarse el maestro carpintero, Moncada, con su mujer y con su hijo Jacinto, el cual de tiempo atrás era ya odioso al chiquillerío y aún temido. Motivos tenían. Después de verlo pegar a los pequeños, saltarle un ojo a un perro, arrancarle de una en una las plumas a un pollo y meterle un palo en trasero a una mula, todos se volvieron contra él. Era fuerte, de anchas espaldas y frentón; la barbilla saliente y el gesto le daban el aire de mayor a su cara de niño. Así pues, nadie se oponía que le hicieran jugar al taitaco.

Al verlo venir contuvieron la risa y Aquilino le propuso llanamente.

−Hola, Moncada, ¿quieres jugar al taitaco?

−Yo no sé ese juego.

−Eso no le hace, te ponemos enseguida en ello; es facilísimo.

Le explicaron que representaba la cacería del tigre; no con escopeta como los blancos, sino como se caza en el monte, con lanza. Luego le dieron que eligiera si quería hacer de tigre, de cazador o de taitaco. Enterado de que ser el tigre era escapar, fingiendo rugir e intentando morder, y de que ser taitaco era sólo servir de portalanza, pidió ser el cazador. Aquilino añadió, detallando:

−Pero, fíjate, vos no puedes matar al tigre con la primera lanza. Esto es como la corrida de toros, ¿sabes? Con la segunda es la cosa.

−Ya estuvo. ¡Ya!

−Yo seré el tigre entonces y Reinaldo que sea taitaco. Concluyó Aquilino.

Moncada se alegró: Podría aporrearle agusto las costillas, con el palo de escoba que era la lanza. Alentándolo más, Aquilino le advirtió:

−¡Oye, pero no vas a ser tosco al alancear, que todo no es más que juego!

−Pierde cuidado, ñato, te lancearé sobre suave.

Por el centro de la calle y por los soportales, hasta el de "La Florencia", correteó la cacería. Moncada era robusto y tenía empeño en apalear al tigre. Aquilino era una pluma. Allí alcanzado, sus quimbas evitaban los porrazos. El cazador comenzaba a acezar. Por sus ojos sudorosos se cruzaban los estantes, enredándose.

−¡Taitaco, pásame la lanza! -gritó al fin, botando el primer palo.

Simulando esquivar al tigre, Reinaldo le entregó el otro. Alfredo y Alfonso se miraron.

Moncada empuñó el palo con ambas manos, luego con una, y tendiendo el brazo a lo lancero, corrió.

Ahora sí, según el trato, el tigre se dejaría atrapar. Como de entusiasmo, él se propasaría a rematarlo. Mas Aquilino seguía huyendo. De repente rompió en carcajadas y Reinaldo también se reía, y Segundo y Baldeón y Cortés y todos. Se paró, cauteloso; le gritaron.

−¿Qué fue, Jacinto? ¿No te duele?

Moncada los maldijo y les mentó las madres, loco de ira. No arrojaba el palo, embarrado y maloliente. Aquilino le había sumergido dos veces en el barril; era jueves y los cambios eran los sábados; en La Artillería vivían cincuenta personas y los muchachos tragaban banano el día entero.

La cara de Moncada íbase poniendo lívida hasta parecer de sebo. Ajustaba las quijadas y le temblaban las aletas de las narices, como a los burros hechores tras las yeguas.

Sin una palabra más y antes de que pudieran preverlo, se echó contra Aquilino y Reinaldo. El primero, rapaz aindiado, de duros huesos y tendones y de ojillos de raposo, se alejó de dos brincos; a Reinaldo le alcanzó. ¿Cómo impedirlo, tan rápido? Medio golpeado, le refregó el palo sucio contra la cara, el pelo y la boca. Más chico y asustado, Reinaldo trataba de defenderse; balbuceaba.

−¡Suelta, suelta! ¡Modérate, Moncada!

Al sentir que la pandilla se le abalanzaba, tiró el palo y se cuadró en media calle, con los puños cerrados y adelantando la cara, baja, como toro, la frente.

−¡Con engaño, desgraciados! ¡Pero a mí sólo fue en las manos y yo se la he hecho comer a este mariconcito!

No le atacaron. Ya de sus casas les llamaban. Y se fueron.

Precedida de creciente rumorear en los techos, en la piedra esponjosa, Venía la lluvia. Callaban los sapos. Aisladamente, las ranas, de enorme voz campanuda, aventaron su grito hasta los últimos rincones del fango.

El chorro de agua de la llave cayendo sobre la botija era la única frescura. Alfredo, sentado en una piedra al lado de la cerca, volvía los ojos entrecerrados hacia las puertas de los cuartuchos, a través de las ropas tendidas a secar en los cordeles.

Hacía más de tres semanas que Segundo no salía a jugar. Dizque se quemaba de fiebre. No dejaban verlo; hasta a su hermana la recomendaron donde una vecina. Para meterse a averiguar de él era que Alfredo esperaba a que el patio se vaciara; siempre a esa hora las lavanderas, huyendo del solazo, se sotechaban con sus hijos a hacer la siesta. Cuando desapareció la última, Alfredo se levantó. Un momento antes había visto irse, sin duda que por algún remedio, a Manuela, la madre de Segundo. Al pie de la puerta, una gallina color tabaco, sacudiéndose, se bañaba en el polvo.

El suelo ardiente le obligaba a caminar de puntillas. Entró. Al principio, la oscuridad le volvió ciego; después distinguió a Segundo en la hamaca y se acercó a él. Gachos los párpados y reseca la boca, Segundo se quejaba al son de su aliento. Sentía Alfredo que, aunque disputaban tanto, el enfermo era buen compañero, era buen chico. El viruterio de su cabeza se derramaba sobre la almohada. Con precaución, le tocó la frente; era cálida, más cálida que el fondo de la falda de Trinidad; sólo la candela podía ser más cálida. Retiró la mano y se apartó. Recelaba que le sorprendiera Manuela y, además, las mugrosas cobijas apestaban a pezuña y a ratón muerto.

Al trasponer la salida se halló de cara con Manuela, quien lo cogió de un brazo, sacándolo de un tirón.

−¿Quién te mandó meterte, chico bruto? ¿Cómo andas como perro sin collar? ¡... Y si se te pasa!

−¿Qué tiene Segundo, ña Manuela?

−¿No lo viste, fregado? ¡No vuelvas a entrar!

Medio le dio miedo; sería feo caer con semejante calentura y mal olor. ¡Pero qué va! Él era del mismo palo que el algarrobo, que no admite polilla y les rompe los formones a los carpinteros.

Manuela había sacado del cuarto un ladrillo; agachándose lo puso al rescoldo y empezó a atizar el fogón.

−¿Para qué es, ah?

La zamba alta, gorda, de caderas pesadas y patas costrosas, furiosamente se volteó gritándole.

−¡Entrometido! ¿Y a vos qué te importa?

Alfredo, sorprendido, de un salto se colocó fuera de su alcance; se dolió y se asustó a la vez. Ella se calmó inmediatamente. Bajó tanto la voz que parecía rogar.

−Es un remedio para Segundito, ¿sabes? Para bajarle la hinchazón. Pero, oye, zambo, no le digas a nadie que yo he estado haciendo esto... Vos eres bueno, ¿verdad? Si te callas, de que Segundo esté bien hago jalea de guayaba y te doy, te doy bastante....

−Bueno, ña Manuela, no digo nada. No soy chismoso.

Por más que no le incumbía, le extrañaba la actitud de Manuela. ¿A qué se debería? La gente mayor vive tejiendo enredos. Se preguntaba Alfredo, a veces, si cuando él creciera se volvería estúpido como casi todas las personas grandes que conocía. Silbó y se fue a la calle; afuera encontró novedades. Un carretón cerrado, de cuatro ruedas, parecido a los de cargar fideos de "La Florencia", estaba ante la puerta. Al costado del pescante, de una pértiga pendía una bandera amarilla; un poco más atrás vio un coche, no tirado por mulas sino por caballos.

−¿Dónde está la dueña de esta covacha?

Del coche había bajado un blanco, de bigote y lentes, vestido de negro; le acompañaban otros futres, peones. Alfredo no supo quién fue a llamar a la señora Petita, pero ella acudió, abrochándose la blusa y alisándose el pelo.

−¿Qué pasa?

−Oiga, señora, en su covacha hay un caso de peste bubónica; venimos a llevárnoslo al Lazareto. Es un chico, hijo de la lavandera Manuela García.

−¿Con peste? No, doctor. Lo que tiene es tabardillo.

−¡Peste, señora; no me va usted a enseñar a mí!

−¿Acaso usted le ha visto al chico, blanco?

−¡Bah! -replicó él, frunciendo el ceño.

Le daba risa a Alfredo cómo pestañeaba, rapidísimo, el médico, y cómo le temblaban las manos al gesticular. Habían salido varias vecinas. Corrió el revuelo de muchas voces y abrir y cerrar de puertas.

La tarde refrescaba. El viento sacudía la bandera del carretón y traqueteaba, por ahí, un alero flojo. Dos de los blancos que habían venido, más jóvenes, conversaban bajo, y riéndose, acerca de donde curioseaba Alfredo.

−Fíjate, fíjate, Álvarez ya mismo se trompea con la negra.

−¡Loco es este cucaracha eléctrica!

−¡La morfina es la que lo pone así!

Los dientes de la señora Petita relucían a las respuestas que daba, puesta en jarras y con ningún disimulo, cerrando el paso al médico que se impacientaba.

−No se puede dejar a los pestosos en sus casas. Hay que aislarlos, contagian, se les pasa la enfermedad a los demás... ¿Entiende, señora?

−¡Para matarlos es que se los llevan!

−¿Cómo se imagina? ¡Señora, no sea bruta! Para curarlos. Y mañana venimos a vacunar y fumigar. ¡Hay cincuenta casos de peste! ¡Aquí dicen que Guayaquil es la perla del Pacífico, pero los extranjeros la llaman el hueco pestífero del Pacífico!

−¿Quiere decir que van a quemar mi covacha? ¿Acaso yo tengo la culpa de la peste?

−¿Me está cachondeando? ¡A fumigar he dicho, negra del diablo! ¡Déjame en paz!

Sacaron a Segundo en camilla. Le cubría hasta el cuello la sábana y se le abrían unos ojos inmensos. Casi aullando, desgreñada, despechada, Manuela se oponía, se prendía a los enfermeros, suplicaba, arañaba, mordía, golpeaba impotente, desesperada. La sujetaron vecinas. Los chicos corrían escandalizados por el patio.

−¡Segundo! ¡Se lo llevan con bubónica a Segundo!

Con el colchón y cobijas y con los trastos del cuarto, ordenaron en media calle una hoguera, prohibiendo brincarla a los muchachos. Alfredo apretaba los puños; ansió arrebatar a Segundo y le parecía que Manuela se hubiese vuelto Trinidad.

Al crujir el carretón, rodando, Manuela hundió la cara en el hombro de la señora Petita, llorando.

−¡Si ya está mejor mi Segundito...! ¡Con los limones sosados y los ladrillos calentitos se estaba curando! ¡Y ahora me lo van a matar.... Me lo matan a mi zambo! ¡Segundo! Segundito... Cuando el gringo se fue, dejándome preñada ¡sólo por él viví! ¿Por quién voy a vivir ahora? ¡Mi hijo!

Cruzaba su padre el patio a vuelta del trabajo. Alfredo observó que su padre se cercioraba de que no lo veían de fuera cuando dejó fallar la pierna, como aliviándose, y cojeó libre el dolor. Pensó, como un rayo: ¡tiene un bubón en la ingle!

−¿Qué te pasa, papá?

−Ya me fregué. Creo que estoy con la peste.

     
 

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En bien pocos días habían aprendido a conocerla.

El carretón y su bandera se habían hecho cotidianos, conduciendo decenas de enfermos al Lazareto: de esa calle, de las otras, de todo el barrio del astillero, dizque de todo Guayaquil. Y nadie había vuelto; aunque decían que algunos se mejoraban... De muchos se supo que murieron.

El miedo se extendía por las covachas.

−¿Te duele la ingle?

−De los dos lados... Y veo turbio, y estoy mareado. Tengo sed que me quemo.

Alfredo apretaba los dientes, intentando echar fuera el dolor de su padre.

−¿Por qué va a ser peste? Tal vez sea terciana.

¡Si Trinidad no se hubiera ido!

−¡Enciende el candil, chico!

Alfredo tragaba lágrimas. Juró no llorar. Ella podría cuidarlo. Y no sería el cuarto este pozo abandonado que era, para los dos, sin mujer y sin madre. Al andar, sus pies tropezaban papeles, cáscaras, puchos de cigarro; nadie barría ni exigía barrer. Como Manuela al hijo, Trinidad, a escondidas, habrá atendido a Juan.

−¡Ajo, qué sed! Anda comprarme una pílsener, toma.

Le dio un sucre, de los de antigua plata blanca, que ya escaseaban, grandazos, pesados, llamados soles por el parecido peruano.

Salió rápido Alfredo.

Sólo en la avenida Industria alumbraba gas; pero él ya no temía lo oscuro. Por Chile caminó cruzando los pies por los rieles del eléctrico, hacia la otra cuadra, Balao, a la pulpería del gringo Reinberg, donde una linterna proyectaba su fajo claro calle afuera. Hileras de tarros de salmón y de frutas al jugo, de latas de sardinas, de botellas de soda y cerveza, repletaban las perchas. De ganchos en el tumbado colgaban racimos de bananos y de garrabanetes de asar. Olía dentro a calor y a manteca rancia. Alfredo pasó por entre los sacos de arroz, frijoles, lentejas y pidió la pílsener levantando la voz y la cabeza. El gringo probó a sonar el sucre en la piedra del mostrador.

−Toda noche tu padre ¡cerveza! ¡cerveza! ¡Así son los obreros! En mi tierra igual; trabajador no sabe vivir si no emborracha.

No temía ni su hablar regurgitado, ni sus bigotazos ni su calva.

−Mi padre no es borracho; es que está enfermo.

−¿Se sana con cerveza? ¿Está bubónico? ¡Mucha bubónica es!

Cogido de sorpresa, Alfredo calló. Si confesaba, capaz el gringo denunciaba al enfermo. Y para él, como para todos, el Lazareto era peor que la peste.

−Si el panadero está bubónico -agregó el gringo- di a tu mamá que no sea bruta como gente de aquí. Con remedios caseros muere el hombre. Mándelo pronto a curar al hospital bubónico...

−¿Al Lazareto? ¿Para que lo maten?

−¡Ve tú, Baldeón: aunque chico, no estar bruto! Piensa con la cabeza, no con el trasero. En casa, el hombre muere, ya está muerto. En el hospital bubónico también, por los médicos pollinos. Pero hay medicinas, inyección, fiebrómetro... Siempre hacen algo; muere, pero no tan seguro....

−Se lo diré a mi mamá -contestó Alfredo, conmovido por la preocupación que le demostraban.

       

Salió con la cerveza, confuso por todo lo que acababa de oír; pero en mucho agradecido. ¡Que aunque chico no fuera bruto..! Lo contrario de lo que él opinaba, que la gente mayor es estúpida.

Se asustaba de la resolución que dependía de él. Si Juan se moría, siempre se sentiría culpable, por no haberlo mandado o por haberlo mandado al Lazareto. ¿Qué haría? ¡Maldita sea! ¿Cómo lo agarraría la bubónica al viejo? ¡Si estaba vacunado, lo mismo que él y todos! ¿Querría decir que la vacuna no servía para nada? Mejor: le daría peste a él también y no quedaría solo en el mundo.

Juan bebió la cerveza. Tenía los ojos sanguinolentos. Alfredo le ayudó a acostarse; apenas posó la cabeza en la almohada, se hundió a plomo. Para tenerlo visible, no cerró el toldo ni apagó el candil. Se echó en la hamaca, tapándose con una cobija. El seboso fulgor era vencido por las sombras que flameaban, tendiendo a envolverlo. Nunca necesitó decir algo así; imposible dormir. Al cerrar los ojos, se sentía hundir, como cayendo. El silencio de Juan le espantaba. ¿Se habrá muerto? La peste mataba pronto.

Dos días alcanzó Manuela a acudir a la puerta del Lazareto a preguntar por Segundo, suplicando que la dejaran verlo; le decían y se volvía de vacío, sin ver; siempre esperando. Al tercero le anunciaron que había fallecido; tampoco le permitieron mirar el cadáver. La zamba se calentó e insultó a las monjas enfermeras; les dijo que eran groseras, perras y sin entrañas, seguramente porque no habían parido. Al saberlo, él se rió; pero calló enseguida recordando a Segundo. Siempre faltarían en la calle su risa y sus zambos rubios; ahora nadie le disputaría ser el jefe de los muchachos. Pero ¿de qué valía?

     

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No era su padre el único con peste, a pesar de la vacuna.

A todos vacunaron en La Artillería y habían llevado ya a varios. Uno fue Murillo, que trabajaba en "La Florencia" y era un serrano joven, empalidecido, con diente de oro y bigotillo lacio; jugaba fútbol y creyó el bubón un pelotazo. Los sábados traía galletas de letras y números y las repartía a los chicos, quienes, de juego, le gritaban confianzudos: ¡Murillo, pata de grillo, que te cagas el calzoncillo!

Otra fue una viejita negra, menuda y andrajosa, apodada Mamá Jijí y también la Madre de los perros. Era una mujer que caminaba apoyada en un palo y vivía debajo de un piso, en rincón de escasa altura, donde en una estera dormía juntamente con sus perros Carajero y Lolila. Hazaña de Alfredo había sido registrar a hurtadillas su baúl misterioso: halló clavos mohosos, retazos, postales viejas, loza rota, alambres y más apaños de basura. A Mamá Jijí no la sacaron viva: extrajeron el cadáver con los bubones reventados y comidos de hormigas, e igualmente muertos ambos perros, con los hocicos mojados de baba verde. No se la oirá más gritar en el patio ¡Respétenme, so cholas, que yo soy Ana Rosa viuda de Agulo, de la patria de Esmeraldas!

Otros pestosos fueron la catira Teodora y su madre. Ruana Teodora era una muchacha alta, gruesa, pecosa, de nariz achatada y pelo claro. Reía como cacareando. Era la única persona que sabía el secreto de Alfredo; al verlo salir le decía risueña.

−¡Ajá, Baldeón, ya vas a aguaitar a la blanca!

−¿Y a vos qué? ¿O es que te pones celosa?

       

Ella reía, esponjándose, y era toda una clueca.

−¡Pero ve el mocoso! Descarado eres ¿no? ¿Te crees que a mí me faltan hombres grandes que me correteen, para fijarme en vos?

A Teodora y a su madre, veterana verduzca de paludismo, les nacieron los bubones en el cuello. Seguras con sus vacunas, supusieron que fuese papera. Delirando de fiebre las metieron en el ya tan conocido carretón.

Alfredo rebrotó de un salto del sopor en que resbalara sin saber qué momento. El candil extinguido olía como el carbón y el aceite quemados. La angustia regresó repentina en la piedra de la tiniebla que le aplanaba el pecho. Se restregó los ojos.

−¡Viejo! ¡Viejo! -Llamó a soplos.

Le respondió un quejido.

−Dame agua, Alfredo. ¡No hay qué hacer! -Dobló el petate. Por vos me importa, guácharo a la cuenta de madre y padre.

Pero, a través del sueño, venida de quién sabe dónde, en Alfredo se había abierto en luz la resolución.

−¡Juan Baldeón, vos te curas! Apenas claree, busco el carretón y te hago llevar. ¡Vos te curas, te digo!

−¡Chís! ¿Qué dices, hijo? ¡Allá me matan!

Pero carecía de fuerza para fulminar la indignación que creía que merecía el hijo ingrato. Débil, febril, añadió con dejadez quebrada.

−¿Por qué quieres salir de mí más pronto? ¿O es que tienes miedo que se te pase la peste? hijo.

−No, viejo; vos te curas. ¡Somos machos, qué vaina! ¡Es mariconada cruzarse de brazos! ¡Aquí estás fregado de todos modos, y por muy porquería que sea Lazareto, allí hacen algo!

 

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