Jorge Icaza

Máximo intérprete y portavoz del campesino indígena de la sierra del Eecuador

© Edym, España, 1993. © Darío Herreros, 1993.

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orge Icaza nace en Quito el 10 de julio de 1906. Hijo de Antonio Icaza y de Carmen Coronel Pareja. Siendo todavía niño, Jorge queda sin padre y la posterior convivencia con su padrastro, un político liberal, marca profundamente el temperamento de este autor. A los nueve años, Jorge se traslada de Quito a una hacienda familiar en la sierra, medio en el que es escolarizado y que, según él mismo confesara, le supone la más dura experiencia ante los sufrimientos que los indios padecen frente a los patrones y sus mayordomos. A su regreso a Quito continúa los estudios con los jesuitas, en el Colegio Nacional Mejía. En la Universidad Central comienza a estudiar medicina y es otra muerte, esta vez la de su madre, lo que trastoca sus planes interrumpiendo sus estudios y forzándolo a trabajar. El primer empleo lo lleva cerca del teatro; proximidad ésta que abre la primera puerta a su creación literaria y muestra la primera faceta del escritor: la introversión psicológica en los tristes y sufridos personajes de sus historias. Cuenta 23 años cuando escribe la primera pieza teatral y sólo cuatro años después aparece el libro de relatos titulado Barro de la sierra, en el que se inicia el definitivo estilo de Jorge Icaza: autenticidad de un drama humano, con palabra esencial, directa, sin alusiones, inclemente, sin divagaciones ni balbuceos; una rebelión activa contra la opresión -convencido de que hay que acabar con ella- del patrón campesino sobre el indio. Tal vez el argumento más convincente en favor de la rebelión de Icaza es que la miseria del indio es incesante; el sufrimiento del indígena en sus relatos aún persiste después del punto final y se prolonga en el relato siguiente. 

 

Obras de Jorge Icaza

Teatro: El intruso (1929), La comedia sin nombre (1930), Por el viejo, ¿Cuál es? (1931), Como ellos quieren, Sin miedo (1932).
Relatos breves y novelas: Barro de la sierra (1933), que contiene seis narraciones: Cachorros, Sed, Éxodo, Desorientación, Interpretación y Mala pata. Después de Huasipungo apareció En las calles (1935), que obtuvo el Premio Nacional de Literatura en Ecuador y en la que el autor pasa del campo a la ciudad con igual pesimismo analítico que utilizará en Cholos (1938), Media vida deslumbrados (1942), Huayrapamushcas (1948) y El chulla Romero y Flores. Otros relatos breves o cuentos, agrupados en volúmenes de diversos títulos, fueron apareciendo posteriormente: Seis relatos (1952) y Seis veces la muerte1 (1954).

 

Cabuyas es el título de una colección que contiene los mejores relatos de Icaza sobre la vida del indígena ecuatoriano que vive en las laderas andinas.

ÍNDICE  
Introducción   
Cachorros  
Sed  
El nuevo San Jorge 
Barranca Grande 
Éxodo  
Mama Pacha  leer -->>
Léxico popular


 

La novela que ha hecho famoso a Jorge Icaza es Huasipungo (1934). Representa la gesta trágica del indio explotado, que acaba revelándose al grito de «el huasipungo es nuestro», es decir, la parcela, «la tierra que trabajamos es nuestra», y cae víctima de la represión estatal.

Pero aparte de Huasipungo, que tiene varias ediciones en todos los países de lengua española y numerosas traducciones (al inglés, italiano, francés, alemán, portugués, sueco, checo, polaco y ruso2), el resto de la obra de Jorge Icaza no goza de igual difusión; la novela larga lo ha conseguido por su calidad y su gran importancia en cuanto al estilo y al contenido. Sin embargo, aquella obra inicial de Icaza, la de los relatos breves (de los que, casi como espontánea consecuencia, nació la novela), está tan próxima en todo a Huasipungo que bien merece más atención de la que se le ha dado.

 

Los países americanos con población predominantemente indígenas (Bolivia, Ecuador, Perú) han producido los escritores indigenistas más importantes. En Bolivia, Alcides Arguedas con Raza de bronce (1919); en Perú Ciro Alegría, con El mundo es ancho y ajeno (1941) y en Ecuador Jorge Icaza.

El que la obra menor de Icaza tenga menor difusión que su Huasipungo es algo que no se corresponde con el gran interés que su estudio merece para los críticos, quienes, sabedores de la importancia que tiene, han atendido siempre al conjunto de la obra icaziana. Hasta mediada la década de los setenta, cuando las maravillas literarias del «realismo mágico» sudamericano irrumpen en el mundo editorial -desde las primeras ediciones de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez- la literatura centro-suramericana, realista y mágica, mantiene entre los estudiosos un vivo interés. Es después cuando otros prodigios deslumbran y estos autores quedan fuera de la moda; pero antes fueron ellos y es el primero que descubre el verdadero descubridor.

 

El idioma y el estilo de Jorge Icaza

os detractores de la obra de Icaza, aquellos que la acusan de parcialidad demagógica y carente de verdadero valor literario, aquellos que ven en él un descuidado de la estética, falto de originalidad e irredento en su tropicalismo barato, aquellos que no ven en Icaza más que un lejano criollo agitador marxista (?), les puede quedar la disculpa de parcialidad porque tal vez están involucrados en el propio argumento del autor: la injusticia que denuncia. Y es que hay ciertas cuestiones acerca de Jorge Icaza que, tanto con detractores como sin ellos, resultan imposibles de eludir.

Ya está dicho que Jorge Icaza es el más típico representante de la literatura indigenista ecuatoriana y uno de los más importantes de toda América. La mayoría de los críticos coinciden en afirmar que es Huasipungo la obra que marca la transición de la literatura indianista (romántica) a la literatura indigenista (realista). Es original, por tanto, ya en la valentía de iniciar una novelística que es nueva. Pero mediando en la opinión de los analistas, los decididos y los indecisos en uno y otro sentido, cabe decir que sea Fernando Chaves (con su novela del 27, Plata y bronce) el precursor de esta narrativa indigenista que después se afirma y perfecciona con nuestro autor.

Icaza es original, por otra parte, en incorporar a la literatura no sólo un léxico popular sino un lenguaje popular en su conjunto, con su morfología y su sintaxis; no sólo es hacer un acopio de palabras que usa el pueblo de la sierra. Es más. Es toda la lengua mestiza de los indígenas lo que Icaza sabe comprender tan cabalmente que la utiliza como es utilizada en la comunicación de los indios entre sí y de ellos con los demás. Debiera hacerse un mayor hincapié de este fenómeno, pues se habla de mestizaje en un sentido único del español hacia lo americano, excluyente del otro, que es tan real y tan cierto, del americano hacia lo español. 

Teniendo en cuenta que los usos indígenas por el indígena son mal vistos en el mundo mestizo, que lo haga un no indígena, que ese sea un escritor y que lo encarte en la literatura nacional es algo que la literatura y la cultura en español no puede menos que agradecer.

La obra de Icaza tiene tantas peculiaridades que resulta imposible negar en él un estilo propio. No es sólo, y ya es mucho, que funda el uso del quichua (el quechua de Ecuador) y el castellano en un «sensu» narrativo común -más que híbrido- sino que a las dos fuentes lingüísticas las somete al mismo tratamiento estético y constituyen en él un sólo instrumento narrativo.

El afán que Icaza tiene por la descripción ambiental no es reducible al simple exotismo tropical. Es distinto. Esencialmente distinto. Esa descripción abundante y continua está en la obra porque el autor lo necesita. ¿Por qué sino uno de sus títulos importantes es Barro de la sierra?3 Icaza denuncia la miseria y la injusticia del indio en un entorno que también es injusto y miserable. Huasipungo no sería nada si estuviera el indio solo, si le quitáramos la casa o la tierra, «el amo, su mercé, patrón grande», el teniente político, los mayorales o el acial, el látigo, con las mil formas de látigo que hay en los relatos de Icaza. Huasipungo lo es todo.

Sería inconsecuente y sospechoso, además, que se reconociera y valorase el estilo indigenista en otras artes como la pintura o la música y se despreciara, por burdo, antiestético e inculto, en la literatura. ¿Es acaso que la abstracción de esas artes resulta inofensiva, tolerable, y la denuncia escrita -concreta- es demasiado realista?

Por último, que Jorge Icaza sea antisocial para algunos, contestatario y rebelde para sí mismo, es una consecuencia lógica -no necesariamente marxista- de su tiempo; consecuente con la revolución liberal de Eloy Alfaro (1895) en Ecuador y con la revolución de Octubre (1917) llegada de Europa. Y es consecuente también con la nueva literatura ecuatoriana iniciada por Los que se van (1930: Joaquín Gallegos Lara, Demetrio Aguilera Malta y Enrique Gil Gilbert, del «grupo de Guayaquil»); y es, sobre todo, consecuente consigo mismo, con aquel muchacho que el propio Icaza evoca en Sed, su experiencia en la sierra, con los indígenas, entre la peonada, los mayordomos y los patrones grandes de la tierra y -lo que más le rebeló- de las vidas. 


No se pretende llegar aquí a una exposición exhaustiva del conjunto de peculiaridades que definan la obra de Icaza, ni siquiera en cuanto a su estilo. Su propia biografía tal vez añadiera mucho más que esta breve introducción; la educación que recibió, la formación intelectual y política, las impresiones de su infancia, conocer sus experiencias a lo largo de la vida y las noticias sobre su trabajo y su proceso de creación literaria darían una idea más completa de quién fue Icaza, ciudadano y escritor, inquietante indigenista y poeta de la tierra4.

Jorge Icaza no tuvo la suerte de contar con grandes maestros que le precedieran en la tarea de llevar al indígena al mundo de la novela de su tierra. Se habían escrito gloriosas páginas de conquista, de indianos y criollos, pero faltaba la novela de costumbres en América, faltaban esos grandes autores a quienes Icaza hubiera admirado y en cuyas fuentes sin duda se habría enriquecido. Es cierto que el realismo americano, el que le toca vivir a Icaza y al que él se entrega apasionadamente, no está lejos de la novela costumbrista española; pero tampoco está tan cerca como para pensar que una se sucede o se amplía en la otra. Es justamente lo más importante de ella, el pueblo, lo que separa a ambas. Cierto que el hombre humilde, sus costumbres, su atavismo, están en uno y otro lado de nuestra literatura, el español y el americano; pero, aun así, la distancia es inmensa. Por establecer, de una manera gráfica, esas diferencias, permítase el lector una suposición, aunque le parezca peregrina: Traslademos los autores de un lado a otro y preguntémonos por el resultado; imaginemos a Galdós o a Baroja escribiendo en las quebradas de los Andes, en el huasipungo o en los pueblos y haciendas de la costa, enfermos de paludismo ecuatorial, enfermos de la tristeza del cholo fracasado, asaltando al espíritu hermético del indio. Imaginemos si no al propio Icaza en las aldeas gallegas, en Castilla o en Vasconia. ¿Estos autores y su obra pueden realmente ser comparables? Con toda la distancia, sí; pero con la gran salvedad de esa distancia que los separa. Jorge Icaza y sus contemporáneos indigenistas tienen el mérito innegable de haberse puesto, valientemente, a escribir lo que no estaba escrito y, además, con el estilo y el lenguaje que estaban, en ese momento, descubriendo.

En cuanto al estilo, unas escuetas referencias más son precisas antes que el lector de los cuentos se haga ciertas preguntas. Se trata de algunos recursos de estilo que son abundantes en la obra icaciana y que consideramos a continuación.

 

El paréntesis

s un recurso utilizado por Icaza de forma abrumadora.

En Huasipungo pueden contarse más de seiscientas las veces que el autor sitúa entre guiones partes de la narración. Demasiadas como para pensar que sea dejadez, descuido o comodidad.

A través de estos paréntesis el autor describe el paisaje, la casa, los rasgos circunstanciales de la naturaleza o de los personajes e introduce explicaciones, juicios sobre sus caracteres, comportamiento, apreciaciones, etc. Añade en ellos una serie de aclaraciones, de forma paralela a la narración principal, que, siendo tan reiterativo su uso, podrían distorsionar la lectura de la obra. Pero es que Icaza, ya se ha dicho en este breve apunte biográfico, comenzó a escribir en el teatro; alguno de sus cuentos, especialmente los de la colección Barro de la sierra, están muy próximos en el tiempo a aquella su etapa inicial; y algo tienen, o mucho, de técnica narrativa de guión teatral o cinematográfico.

Para quienes están familiarizados con la lectura de guiones audiovisuales o teatrales, la lectura de una obra en doble o triple columna paralela no es tan incómoda como parece. En la columna más nutrida se encuentra la narración dramática; en la siguiente van los aspectos descriptivos de la escena, sugerencias de interpretación, opciones de caracteres, etc. Y en la tercera, cuarta, etc, las notas técnicas, de maquinaria, de iluminación, maquillaje, encuadres de cámara, efectos especiales, etc. Todo ello configura la obra en sí, el guión definitivo, acabado, completo; vista en este sentido, la introducción de paréntesis en la narración, como segunda columna, no distorsiona su lectura sino que la complementa.

Elija el lector un fragmento de uno cualquiera de los relatos y compárelo con un guión cinematográfico, por ejemplo. Verá que el método de Icaza enriquece, a su modo, la narración principal.

 

El monólogo

sta es otra herramienta literaria usual en la obra que deba ser puesta en escena para ser representada; más aún si se trata de una tragedia. Su utilización es menos automática que los paréntesis y tiene una finalidad más compleja que la pura descripción de un objeto literario; exige un mayor cuidado y mejor dominio. A través del monólogo el autor nos ofrece procesos de interiorización en los personajes sumamente interesantes y sugestivos; no se conforma con hablar en tercera persona y de lleno pasa a la introspección de los protagonistas, a la revelación de su intimidad aun de forma brutal, absolutamente sincera. 

Hasta qué punto esto evidencia un dominio de la narrativa en Icaza, mucho más allá de lo que sospechan los indecisos, no se sabe. ¿Hasta qué punto ello es una característica exclusiva de los más grandes creadores, cercana a la genialidad, a la inspiración? Sería necesario conocer al autor más de cerca, examinar sus notas, su borradores, sus libretas, además de sus libros. Lo cierto es que este recurso suyo es más frecuente en el final de su obra; pero también es cierto que existen espléndidos ejemplos de ello desde el primer cuento, Cachorros, que, por otra parte, posee una belleza y un esplendor de genialidad no superada en sus obras posteriores. Con esa utilización del monólogo en busca de la sinceridad brutal de un personaje (mama Nati, de Cachorros) pone Icaza la nota más alta de su realismo. Bien es verdad que esos monólogos reproducen a veces un sinfín de pensamientos que carecen totalmente de sintaxis, frases cortadas, reducidas a lo indispensable; pero esa es su belleza; porque queda así hecha una comunicación directa, una síntesis expresiva de lo esencial. De otra manera, esos personajes no dirían lo que dicen; de decirlo, ni siquiera gustaríamos de escucharles.

 

El diálogo

ambién herramienta de la dramaturgia; pero, al mismo tiempo, es demostración de la originalidad de Icaza en el uso del idioma. «Observemos con atención los textos de los diálogos, paradigma importante del habla de los distintos estratos socio-raciales de la sierra ecuatoriana y de las relaciones de dependencia que se establecen entre ellos: el indio, el chagra, el cholo, el teniente político, el policía, el mayordomo y «el amo, su mercé, patrón grande». El modo de hablar de los personajes refleja a propósito la relación entre ellos, el tono del discurso y la filosofía de la obra»5

Son oraciones medidas, diálogos que se nos entregan con la métrica que pide el ritmo de la narración, con el propósito emocional que el autor tiene, con estructura de expresión poética, destinada a perfilar la estética del cuento, de la página, de la escena. El oriundo americano tiene esa facilidad para sintetizar sus sentimientos, sus ideas, en una expresión cortante, en un gesto, en una interjección; Icaza lo ha sabido captar, quizás con la educación de su sensibilidad infantil en el campo indígena, en la aldea de cholos pobres, y aprendió a utilizar ese estilo expresivo, ese ritmo de diálogo, de queja breve, de contrapunto abrupto en la belleza inmensa, gigante y temerosa. «Un indio, un poncho y un sombrero son, pueden ser ya, una obra de arte»6. La dificultad que para el lector de castellano puede tener el lenguaje de Icaza, no es tal dificultad. A la primera lectura uno se familiariza con ella y a la segunda el lector agradecerá ya que el escritor se haya expresado de ese modo; cosa que, por demás, para Jorge Icaza era de pleno derecho.

 

 

  1. 1) «Seis relatos» y «Seis veces la muerte» son dos títulos de la misma colección en dos ediciones distintas. La primera es de la Casa de la Cultura, de Quito, y la segunda aparece en Buenos Aires.
    2) Ediciones registradas hasta 1952 en el estudio de Antonio Lorente Medina La obra menor de Jorge Icaza, tesis doctoral, Universidad de Valladolid, 1975. 
    3) Con todas las connotaciones bíblicas de ese título que críticos como Ferrándiz Alborz ven en él: el barro del que el ser humano es creado en el Génesis.
    4) De los estudiosos de Jorge Icaza, algunos tuvieron ocasión de conocerlo, bien personalmente o intercambiando correspondencia. De forma sucinta se enumeran algunas obras recomendables sobre el autor. Además de la ya citada de Antonio Lorente Medina (España, 1975), dos libros del norteamericano Anthony J. Vetrano («J.I. Huasipungo: A Study in Ecuatorian Spanish», University of Rochester, 1956, y «La problemática psicosocial y su correlación lingüística en las novelas de Jorge Icaza» (Syracusa University, 1958); Kessel Schwartz, «The contemporary Novel of Ecuador» (Columbia University, 1953); Angel F. Rojas, «La novela ecuatoriana» (F.C.E., México, 1948); J. Eugenio Caro, «J.I. Vida y obras» (The Hispanic Institute, NY, 1947); Enrique Ojeda, «Cuatro obras de J.I.» (Casa de la Cultura, Quito, 1961) Francisco Ferrándiz Alborz, «El novelista hispanoamericano J.I» (Quito, 1961); especialmente importante -por estar más próximo- todo lo que sobre Icaza ha dicho el ilustre Benjamín Carrión, quien fuera director de la prestigiosa Casa de la Cultura, de Quito. Para un estudio global, A. Pareja Diezcanseco, «Breve Historia del Ecuador» (México, 1946) y «Historia del Ecuador» (Casa de la Cultura, Quito, 1968).
    5) Ob. cit. de A. Lorente Medina.
    6) América suya, Darío Herreros, EDYM, Valencia 1992.

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