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José de La Cuadra
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Análisis crítico |
© De esta edición
EDYM, 2012
ISBN 978-84-84615-015 Depósito Legal
V-4100-1993 |
José de la Cuadra, el
mayor de los cinco
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ALFREDO PAREJA
DIEZ-CANSECO, Quito, julio, 1958 |
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uando
en un día de febrero de 1941, en su querida capital montuvia
de Guayaquil, se daba sepultura a José de la Cuadra, Enrique
Gil Gilbert exclamó ante sus despojos: Éramos cinco, como
un puño.
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¡Fui uno de ellos!.
-
Por haberlo sido, pude tener
la certidumbre de que, en aquellos días grávidos de
entusiasta creación, yo era parte, más que de la pequeña
sociedad de cinco jóvenes, cuya amistad fraterna habíase
hecho y persistía por sobre la literatura, de una
generación, de un síntoma de crisis colectiva, de una
necesidad de cambio; parte, actor y espectador, todo en uno,
de una causa reajustada por lo subjetivo del ánimo a los
grandes problemas de la realidad social y humana que nos
circundaba.
-
Adolecido de algo violento, y
acaso con pocas ganas de quedarse por aquí, Cuadra murió
poco después de haber cumplido los treinta y siete años de
edad. Era el mayor de los cinco entrometidos -con tan
débiles armas, lo sé- en el universo incalculable y oscuro,
del que no se alcanza jamás otro perecedero beneficio que el
esfuerzo en sí por escudriñarle su inalcanzable sabiduría.
Era el mayor, mas no por los años vividos sino por la
maestría. Los otros éramos -duele emplear el tiempo de
pretérito, pero así está dicha la verdad- Joaquín Gallegos
Lara (al que también se le acabó prematuramente la vida, en
1947, antes de cruzar la cuarentena, en pleno carácter de
suscitador y como nunca de clara y poderosa su
inteligencia), Demetrio Aguilera Malta, Enrique Gil Gilbert
y yo.
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A estos cinco se dio en
llamar "Grupo de Guayaquil". Años más tarde, se agregaron
Ángel Felicísimo Rojas, que venía de la Loja sureña y
lejana, Pedro Jorge Vera, de la misma capital montuvia, y
Alberto Ortiz, de la mágica Esmeraldas.
-
Nadie va a decir aquí que el
grupo creó obras extraordinarias. Pero sí hay quien diga
que, guardadas las distancias, conocidos el móvil y el deseo
de una instancia histórica y apreciada la circunstancia
vital en que entonces nos movíamos, es preciso reconocer
que, para el Ecuador y el menester de su cultura, la
generación de 1930 vale como un momento de lucidez en común,
apto para recibir el mandato de eso que, a veces
inexplicablemente, se impone desde los desconocidos
torrentes de la intimidad social, por manera que deja de
pertenecer a los dominios del azar y se establece como una
consecuencia de antecedentes no vislumbrados antes. Bien
puede que esto sea, en la historia de la sociedad, como
pasar de la casualidad a la ciencia, de la libertad a la
necesidad.
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Digo pues que, si se
considera la validez de la época y si se esfuerza uno por
comprenderla, es fácil explicarse la arquitectónica
condición del lenguaje expresivo de José de la Cuadra. Pues
todo lo que dijo y todo lo que dejó escrito tiene la solidez
de la piedra, la brevedad tajante de ciertas líneas en los
edificios majestuosos y la verdad de un descubrimiento al
que todos los ojos, más tarde o más temprano, hubieron de
abrirse. Esto último, en todo caso, conviene a los que
hicieron literatura en esos años, movidos por idéntico afán,
tanto en la Costa como en la Sierra. Pero, claro está, el
primer descubridor es quien realmente descubre.
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Por otro lado, la misma época
y su pujante ansiedad por expresarse han de explicar a
satisfacción el sobrante de factores externos, la
exageración y la proclividad por las escenas sexuales.
Trópico encendido y rijoso, de altas voces y malas palabras,
llenó su aire; y valiente nobleza para denunciar el crimen
social. Unid ambos ingredientes al sacudimiento crítico de
pasar de una a otra edad histórica y sabréis muy bien por
qué se hizo la literatura de esos años y a qué necesidades
legítimas del alma respondía.
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De la Cuadra, que, al
comenzar su tarea de escritor, no hacía sino soñar como un
adolescente, enderezó pronto el fervor hacia el áspero
territorio de la pasión humana: donde se tiene fe en
alcanzar justicia en la convivencia. Y cuando su instrumento
estuvo presto y logrado, llegó a lo más alto que la técnica
narrativa del cuento ha llegado en la lengua por estos lados
de América y también -no será mucho atreverse- de la España
contemporánea.
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Así fue De la Cuadra, limpio
y terso de estilo, profundo y audaz de pensamiento. Hasta
cuando se equivocaba.
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uando
lo conocí, andaría él rondando los veinte o veintidós años;
yo los quince o diecisiete. No hubo presentación ni saludos.
Fue en un teatro, un viejo y feo teatro guayaquileño,
durante una fiesta lírica de beneficencia, de esas que
suelen organizar las señoras distinguidas para un puñadito
de pobres. Caigo ahora en que tal vez no se trató de función
de caridad sino de alguna velada estudiantil, pero no hace
al caso dilucidar tan pequeña cuestión. Pepe salió a escena,
muy ceñido de negro, la faz de niño -así la habría de
conservar hasta que le fue cortada la vida-, el paso en
puntillas, por manera que parecía que el aire no pasaba
entre sus miembros al moverse o que el sigilo de estos era
una forma más del aire; salió a escena Pepe y recitó, con
los pies juntos y la mirada soñadora, una simpleza de esas
que tanto gustaba entonces a todos y que ahora siguen
gustando a los cándidos.
-
Recuerdo que aplaudí mucho,
no sólo por lo adorable que me resultaban las cabecitas
rubias y esquivas, sino porque sabía que De la Cuadra era un
distinguidísimo estudiante de la Universidad de Guayaquil y
que, hombro a hombro con mozos tan bien dotados como Colón
Serrano, Antonio Parra, Teodoro Alvarado Olea, hacía
literatura en revistas, al mismo tiempo que propugnaba
soluciones radicales a tremendos problemas sociales y
políticos. Mostraba así un contradictorio apasionamiento por
lo inmediato, él, que vivía soñando y contaba, con suave
lírica, cuentos del amor oscuro y de la decepción taciturna,
del lánguido abandono y del spleen semi-importado de París.
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De ambas naturalezas
participaba su carácter: soñador y realista. Lo cual, por
cierto, no significaba condiciones antinómicas, sino, todo
lo contrario, complementarias.
-
Pero entonces, a la altura de
esos señores tan jóvenes, escribía de un modo y vivía, como
en una militancia vigilante, de otro. Pues el hombre había
partido primero y la literatura le seguía. Hasta que se
juntaron en una combinación admirable, en una ósmosis
perfecta, hombre y asunto, hombre y poeta, conducta y
vocación.
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yudará
a comprender el proceso de Cuadra -y con eso el que
corresponde a todo el movimiento literario de su época- el
recuerdo de dos acontecimientos: una huelga de trabajadores
en Guayaquil, en noviembre de 19223, y una revolución de
jóvenes militares, en julio de 1925. La primera terminó,
obvio es suponerlo, en una organizada matanza de más de un
millar de hombres, mujeres y niños; en fin, diremos, en una
cuestión de fuero militar, como la insolencia se atreve a
proclamar de vez en vez, entre himnos, glorificaciones y
todo lo demás. La segunda, en broma de doble fondo para los
jóvenes ideólogos de charreteras, pues fracasaron en la
administración y fueron burlados por su inutilidad, pero
quedaron por ellos abiertas las puertas a lo contemporáneo,
a lo que llamo, por cierto interés que hoy no debo explicar,
"los nuevos años".
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En 1925, con un retraso que
volvíalo apresurado, el Ecuador entró en la modernidad.
Apresuradamente también, se hizo la literatura que pudo
comprender el fenómeno.
-
De la Cuadra nació a la vida
del espíritu entre esas dos fechas: 1922 y 1925, en tanto
pasaba de sus diecinueve años a sus veintidós años de edad;
es decir en el más importante momento de la vida, cuando
desde la triste y arriesgada encrucijada de la adolescencia
se arriba al camino ancho y duro de la responsabilidad,
también a los vericuetos fáciles en los que se hace de todo
por no hacer nada ni responder por nada. Y es aquí, si cabe
alguna vez, la elección.
-
Pepe, ni a qué decirlo,
eligió bien: entró en la responsabilidad de su época con una
valentía poco común.
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os
o tres noches después de aquella de lirismo circunstancial,
empecé a dialogar con Pepe. Y no he terminado aún ni
terminaré de hacerlo hasta que me alcance a mí lo que a él
llegó tan anticipadamente, con esa precoz estupidez con que
se placen en proceder las fuerzas sin gobierno de la
naturaleza. Siempre sin gobierno, conviene añadir, fuerzas
casuales y no causales, absurdas, incomprensibles para el
entendimiento que nos ha sido dado a entender, y sin el
orden y la armonía aparentes que el afán de la semejanza con
el deseo les otorga por conveniencia.
-
Acaso ahora mi conversación
con Pepe me repara más provecho, pues los menudos incidentes
y discrepancias han sido tragados por el tiempo, y sólo
queda el monumento de su obra artística, a la que es
necesario ver y rever si se quiere comprender como se debe
el gran salto de fortuna que, especialmente desde 1930, dio
la literatura ecuatoriana de ficción.
-
Entre 1927 y 1928, Pepe se
doctoró en leyes.
-
Al paso de estas líneas,
valga que diga que yo lo admiraba como a un campeón, y no
principalmente por lo que escribía sino porque en la
Universidad él, y yo con otros más jóvenes fuera de ella,
capitaneábamos actitudes rebeldes contra cierta dictadura
centralista, que hoy nos parece -¿verdad, Pepe?- uno de los
buenos gobiernos de verdad que ha tenido el Ecuador en los
últimos cuarenta años. Por cierto que lo de dictadura
provenía sólo de que no había ordenación jurídica aún, pues
gobernábase con las secuelas de novedad que dejara la
revolución juliana; y lo del centralismo, de que se estaba
procurando organizar el Estado con métodos modernos. Habría
que añadir, al margen y especialmente para quien, no siendo
de este país, lea este libro y, lo que es más difícil, este
prólogo, que en el Ecuador, exceptuados sean Gabriel García
Moreno, mucho menos Veintimilla y el caso del primer Flores
-que es otro problema-, no han crecido a mayores las flores
nocturnas y malolientes de la tiranía. No lo ha permitido
nunca el pueblo. Aquí llamamos dictadura, como se debe, a la
carencia transitoria del orden legal.
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Perdonada la disgresión,
quisiera que se recordara a Pepe como organizador del primer
intento de Universidad Popular, en Guayaquil, tarea a la que
se consagró con admirable fervor. Esta fue su principal
virtud: el fervor. La encontraréis en las mejores páginas de
sus libros.
-
Por esos años, y antes de que
se diera a la renovación del tema y de la forma, muy joven
él, más joven yo, leí su cuento -uno de los muchos que con
tema de amor escribiera- "Si el pasado volviera", éste ya de
estructura noblemente conseguida; y me pareció su condición
de autor-personaje más auténtica, por él comenzada a ser
restablecida, de adentro hacia afuera, en el claroscuro de
esta descripción que pone en palabras de su heroína: "Usted
tenía veinte años; comenzaba a escribir y estudiaba
jurisprudencia. ¿Recuerda? Vivía usted en mi mismo barrio y
pasaba siempre por frente a mi casa. Yo lo miraba, pero
usted andaba siempre con la cabeza inclinada, y no me veía".
-
Se estaba empezando, pues, a
meter con sus criaturas, a encarnarse en ellas, y por el
único medio que tamaña osadía puede ser acometida por un
autor: sin que se le advierta intruso ni perorante. La
cabeza inclinada, pisando levemente, meditando, así solía
Pepe trajinar por las calles; imagen física muy evocadora de
cómo recogía el espíritu para abrirse a la creación, cada
vez que su demonio le movía las preocupaciones contra las
exigencias profesionales y los diarios apetitos bastardos de
la vida.
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a
gente habla muy fácilmente de la habilidad de los
escritores. Y la gente no sabe lo que dice. Porque duro y
hasta despiadado es el oficio, y cada vez más, así se va en
él adelantando. ¿Inspiración? Por cierto que todo esfuerzo
sobraría sin ella, buena musa intemporal, a ratos desnuda y
terrible, en otros sin carne y sin huesos al alcance,
reducida sólo a medias sonrisas amargas. De todos modos,
complaciente o esquiva de favores, tremenda aventura la de
buscarla y someterla, deslinde entre morir y amar, como lo
hacen los hombres y las mujeres en la realidad de todos los
días.
-
Pepe no era, a Dios gracias,
un escritor fácil. Componía calculando (¿no consiste en
cálculos toda magia?), se angustiaba, veníanle malas
palabras a la boca, maldecía del estilo y estaba preso en
él. Y luego, una buena tarde, al último golpe de sol, frente
a un jarro de cerveza helada, venían a nosotros sus
cuartillas, nítidas ya, amartilladas a párrafos secos como
el buen trabajo en buena plata. ¡Y qué cosas y cómo las
decía!, merced, acaso, o sin duda, a esa trabajada
depuración. Todo hacer requiere de filtraciones y
eliminación de substancias nocivas: ley de existencia
orgánica, de la química pura, de la mecánica exacta; ley,
por eso mismo y con mayor razón, de la expresión hablada y
escrita, pues lo que se ha dicho no admite compostura. Poca
gente, es la verdad, se ha dado cuenta como De la Cuadra que
hablar puede valer tanto como actuar, porque, multitud de
veces, sólo al enunciar un modo íntimo ya ha surgido el
acto. Y él entendía a la perfección que el estilo es el
único medio de alcanzar la precisa correspondencia entre la
intención, consciente o no, y la expresión, el único
procedimiento para que forma y fondo sean lo que en sí
mismos son por naturaleza: una sola gran unidad, verbo y
acción, y tanto que al nombrar el uno ya se ha dicho la
otra, y así recíprocamente.
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Para cumplir con tamaño
propósito, Cuadra buscaba con mucho ahínco las palabras.
-
Hay formas en relatos de Pepe
que tienen el sabor y el aroma de lo clásico. Dábase en él
esa contradicción de la que tanto padeció y se aprovechó, a
un tiempo, Goethe, aunque a Cuadra no le tocara muy de cerca
la tormenta romántica, sí el barroquismo de nuestra cultura
mestiza. Que superara la contradicción y salvarse de los
excesos barrocos del tropicalismo, es su mérito como
estilista.
-
Habitaba Pepe un departamento
de planta baja -¿1931?, ¿1932?- en una transversal de la
Avenida Rocafuerte; me parece que hacia el barrio de
Cangregito. Disponía para él solo de un cuarto grande, lleno
de libros por todas partes y atravesado diagonalmente por
una hamaca. Meciéndose en ella, durante esas tardes
sofocantes de la canícula guayaquileña de febrero o marzo,
nos leía a dos o tres amigos sus últimas cosas, ajustadas,
de una gran elegancia formal. Sonreía. Advertíasele la
fatiga en el rostro. No; claro que no le había sido nada
fácil hacerlo, pero qué fácilmente se le podía leer.
Secreto, después de todo y ante todo, de gran artista.
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e
la Cuadra empezó a publicar -artículos, poemas, breves
crónicas de amor- a los diecisiete años de edad. En 1930, al
cumplir los veintisiete, apareció de él una selección de
cuentos bajo el título del primero,
EL AMOR QUE DORMÍA. Son
cuentos bien hechos, de buena fábrica argumental, hasta de
sugestivo poder narrativo, pero todavía débiles y
candorosos, trabados por restos de altisonancia adjetiva y
de un sí es no es de afectación romántico-modernista, lo
cual no quiere decir que Cuadra fuera víctima de la
ampulosidad verbal -mal llamada, en ciertos círculos de
entonces, parnasianismo, cuando no era ni mas ni menos que
los deshechos de un romanticismo trasnochado, llegado con
retraso a incorporarse a lo nativo- ni que se hubiera dado
tampoco a la endeble, casi enfermiza, sutileza a la que el
modernismo, después de Darío y los principales epígonos,
rindió tributo por estos sitios, muy colonias espirituales
aún. Cuadra no estaba en lo uno ni en lo otro: salía indemne
del maleficio decadente, pero no acababa tampoco de forzar
la puerta de lo que su inteligente visión de la época
presentía. Por eso
EL AMOR QUE DORMÍAes un libro en el que
se despide de su primera forma de soñar; una despedida que
no fue propiamente adiós, sino advertencia de volver con
otras cargas de sueños.
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En el pie de imprenta del
libro
EL AMOR QUE DORMÍAno hay sino el año y no sé
concretar más la fecha de su publicación. En el mismo 1930,
el 11 de octubre, inmediatamente después -así debo
suponerlo- del libro de Pepe, apareció uno terrible y
arbitrario:
LOS QUE
SE VAN, cuentos de Joaquín Gallegos
Lara, Demetrio Aguilera Malta y Enrique Gil Gilbert. Yo leí
los dos en 1931, a la vuelta de un viaje, y por eso no puedo
cotejar las fechas exactas.
-
Con el libro de Cuadra
-simultáneo o anterior, poco importa en fin de cuentas-
despedíase una literatura fatigada, huidiza, bella, pero
inadecuada a los valores esenciales de la cultura en
formación. Con el de los jóvenes recién llegados nacía otra,
cuya belleza no consistía en lo que normalmente suele
consistir, sino en la profundidad casi heroica con que
alcanzaba una parte de la verdad, brutalmente revelada desde
el subsuelo, inclemente y ríspido, de nuestra diaria
condición vital. Era esto lo que el nuevo país reclamaba,
gustase o no gustase a los melindrosos.
-
Decir cosas en las que nadie
quería creer es ya un atrevimiento. Decirlas con violencia,
sin duda, un exceso. Y era obvio que la forma, en esos días,
correspondiese a la magnitud del exceso y, por tanto,
deformase en algo o en mucho la verdadera identidad del
problema y el personaje. Con todo, bienaventurado "feísmo",
como se ha dicho; no por pensar siquiera que deba hoy
continuarse escribiendo como entonces, sino porque en
haberlo hecho consistió el acierto de abrir el camino a la
identificación de nuestra cultura -o de nuestro proyecto de
cultura, por mejor decir- con el mundo de todos los hombres.
-
Me diréis que abrir el camino
no es haberlo hecho. Desde luego. Sólo que sin empezar no es
posible recorrerlo. Me diréis que la forma adoleció de
quebrantamientos y debilidades que la disminuían. Por cierto
que habréis acertado en la crítica, y nadie os lo discute.
Hay, empero, que reparar en que, a una distancia de casi
treinta años4, el pequeño libro de los tres, de bronca
tipografía y mal hablado, excesivo y "feísta", magnífico y
potente, ha adquirido tal solidez de enunciado que ya puede
afrontar el fallo histórico con entera tranquilidad. En la
literatura, como en cualquiera de los dominios del arte, los
elementos formales son casi todo, pero no lo son todo; y hay
formas de formas e ideas de ideas: las unas sin las otras
poco tienen que hacer en la vida terrestre o en cualquier
otra. La idea es territorio abstracto; la forma, realización
concreta. ¿Qué podría ésta realizar, si la idea que ha de
vestir le es opuesta?
-
No se trataba tampoco de un
golpe de audacia que daba un grupo de advenedizos, sin padre
y sin madre conocidos. Ni LOS QUE SE VAN, ni los posteriores
libros de Cuadra y de otros escritores de la generación
treintista, nacieron por generación espontánea.
-
Veamos por qué.
-
El Ecuador es un país
mestizo. No ha de volver, ni lo quisiera, a la trunquedad
del pasado indígena, ni mucho menos ha de procurar
convertirse en lo que nunca estuvo en su sangre ni en su
deseo: un país de blancos.
-
Si reparáis en la historia,
advertiréis que las luchas que ha librado el Ecuador son
luchas mestizas, ya debido a la sangre de los rebeldes, ya a
la influencia decisiva de una nueva naturaleza humana
crecida y desarrollada en un paisaje inédito e insólito para
el blanco; de todos modos, a la indiscutible presencia de
una mezcla del alma, que pudo haber sido forastera, con la
tierra y el aire distintos.
-
Así ocurrió durante la
Colonia, así en la República. Pero cuando el hecho,
preparado largamente por el fermento histórico -tiempo,
espacio y hombre- aparece más corpóreo y conclusivo es en la
gran revolución ecuatoriana, triunfante en 1895, conducida
por un heroico y genial mestizo: Eloy Alfaro.
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Cuadra empezó a escribir una
vida de Eloy Alfaro, de cuyos originales, si existen, no se
tiene noticia. Tenía también proyectada -y creo que
empezada- una vida a gran lirismo épico -válgame la
expresión- del líder mulato Pedro Montero, un montuvio suyo
con todo derecho, pues nadie como él conoció y amó mejor a
ese personaje inolvidable del litoral ecuatoriano.
-
Alfaro, lo sabéis, es uno de
los héroes hispanoamericanos de mayor estatura moral.
Montero, un lugarteniente valeroso y de anécdota, un
montuvio que vivió con suerte. Cuando la alfareada triunfó,
el mestizo comenzó a subir en el conglomerado social con una
velocidad que contrastaba con el lento reptar que, en dos o
tres siglos, había empleado para destacar sólo
individualmente y como casos de excepción.
-
Poco después del triunfo
liberal, apareció A LA COSTA -1904-, que es, ahora sí, la
primera novela verdadera que dio el género en el Ecuador, no
obstante los ensayos afortunados anteriores, entre los
cuales necesariamente ha de contarse CUMANDA, de Juan León
Mera. Algo más tarde, y ya entrado en adolescencia el siglo,
empezaron a publicarse los relatos maestros del maestro José
Antonio Campos (Jack the Ripper) cuyo humor y alegría
perfeccionó Cuadra hasta el límite de lo posible,
añadiéndole el ingrediente que faltaba, la ironía, muchas
veces amarga, y la inmersión decidida en el universo oscuro
de aquellos personajes montuvios que, antes de Campos,
habían estado olvidados.
-
De la Cuadra es nieto, en
línea recta, de Martínez y de Campos. Toda nuestra
generación del treinta proviene de la semilla de estos dos
abuelos grandes. Y, a su vez, ellos son los hijos de la
pujanza mestiza del acontecer histórico nacional.
-
Los hombres del treinta están
más cerca de esos dos escritores de principios del XX que de
los inmediatamente anteriores, pues estos habían sobrenadado
-muchos con altas virtudes y capacidades- por el realismo
naturalista de sus predecesores y buscado la corriente fácil
de un modernismo simplificado, del simbolismo, del
post-romanticismo o el parnasianismo.
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Hace tres décadas, esa
literatura dejó de interesar.
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obre
una diferencia conviene insistir: el libro nuevo,
LOS QUE
SE VAN, suscitador y campeador de nuestra literatura
contemporánea, era formalmente deficiente, muy vacilante; el
de José de la Cuadra, del mismo año, EL AMOR QUE DORMÍA, de
forma ya casi lograda con el virtuosismo que después
adquiriera el autor.
-
¿Pero qué decía el uno y qué
el otro?
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Cuadra quiso contestarse la
pregunta; y a poco, un año después, en 1931, publicó, con el
título de REPISAS, una rigurosa selección de los que hasta
entonces eran sus mejores relatos. Es lástima que no sepamos
la fecha en que escribió cada uno de ellos. Y bien pudiera
ser que, antes de LOS QUE SE VAN, hubiera escrito Pepe de
temas y valentías que luego -como un cuento de Leopoldo
Benites, publicado en 1927, "La Mala Hora"- tomaran carta de
filiación definitiva en el pequeño libro de los tres.
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Disgresiones y suposiciones
aparte, lo verdadero es que en REPISAS José de la Cuadra es
ya, de un golpe, el maestro del relato breve ecuatoriano.
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Hay en este libro varios
asuntos y varios métodos de realización. Cuentos elegantes,
irónicos, melancólicos. Cuentos rudos. Y de la amenidad
deliciosamente sencilla, como "La Muerte Rebelde", donde el
hastiado don Ramón quiere morirse, pero no matarse, un
cuento muy a la manera noveladora de Anatole France,
maestro, según propia confesión, de Pepe; no, claro está,
porque el ecuatoriano imitase al genial francés, sino porque
la capacidad de ironía -gran virtud de gran arte- se
acomodó, por coincidencia más que por influencia, al
temperamento criollo de nuestro autor.
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Casi al final de este libro,
y agrupados en el subtítulo de "Las Pequeñas Tragedias", hay
unos cuentos que reproducen fielmente el temperamento
contradictorio y la conducta desigual que con frecuencia se
advertía en Cuadra. Pero salía victorioso de esas luchas,
aunque con desgarraduras profundas; y entonces su espíritu
alcanzaba la clarividencia poderosa, o se daba en olas
sucesivas de ternura poética tan fina como en "Maruja: Rosa,
Fruta, Canción". A ratos, entristecido por el agotamiento
que debía producirle su íntima y dolorosa tensión, resolvió
el problema por la catarsis, y salían de su inteligencia
cosas violentas, excesivas, como "Chumbote".
-
La inclinación por el
amor-sexo y el amor-violencia fue una característica
general, casi inevitable, de los primeros encauzadores de la
literatura realista contemporánea. Cuadra no había de ser
una excepción. No obstante, no exageró con la misma
frecuencia que otros; se medía. La fascinación de su
pulcritud era, muchas veces, más poderosa que la corriente
literaria de esos días y servíale de contrapeso al
entusiasmo que sentía por el relato de aventuras.
-
Desde luego, ni el autor de
estas notas, ni nadie que las lea con buena propensión han
de creer que se trata de reemplazar una cuestión de orden
natural y vitalísimo por la gazmoñería gárrula de los
santurrones. Por otra parte, la insistencia en lo sexual
proviene, sin duda, del primitivismo de la sociedad
montuvia, no depravada pero sí sumida aún en las fuentes
naturales de la vida: incesto, amor con forzamiento, lucha
física para el placer, travesura constante y burla agria de
la sensualidad... Cuadra y los autores de LOS QUE SE VAN,
vivieron cerca del montuvio, conocieron sus penas, sus
valentías, sus derrotas, su altanería de alma y su picardía.
Y tenían, por tanto, empeñados como estaban en el reto a la
circunspección estéril e hipócrita, que ofrecer el
personaje-acción de su batalla en la única forma en que se
pueden hacer las revoluciones: sin transacciones, con
declaración de guerra a muerte.
-
Sólo que el exceso tiene un
precio: ciega un ojo y se ve con lo poco que resta del otro,
inundado ya por un riego tumultuoso de sangre. Y la
fragmentación de la verdad reclama luego un retorno a formas
más equilibradas de la vida, para ahondar más en ella y para
empezar de nuevo con una nueva insolencia.
-
La más grave censura, pues,
que puede hacerse a la literatura treintista es la de que,
debido al natural deslumbramiento de la parte terrible que
de la verdad descubriera, no llegó a ser todo lo realista
que pretendió: faltábale, a más de la externa, la de
adentro.
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De los escritores de
entonces, Cuadra es, no haya duda alguna, el que penetró más
en la vida interior de sus personajes. Fue, por eso, el
mayor de los cinco, como ya se ha dicho.
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REPISAS es un libro en el que
así lo demuestra y en el que apunta, con las lógicas
limitaciones del tiempo en que fue escrito, cómo debían
hacerse las cosas algunos años más tarde.
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partir de 1932 y 1933, mi amistad se hizo más estrecha con
Pepe. Él era Vicerrector del Colegio Nacional Vicente
Rocafuerte; yo profesor de literatura hispanoamericana. Casi
siempre, una vez por semana, nos reuníamos en la buhardilla
de Joaquín Gallegos Lara, bebíamos un poco de cerveza,
leíamos originales de cada quien y los censurábamos con
franqueza provechosa.
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Cuadra ejercía de abogado.
Tenía clientes montuvios a quienes defendía por pocos
centavos, cuando los cobraba. Ausentábase con frecuencia,
por los mil ríos costeños, a sus queridos pueblos
-Samborondón, Daule, Balzar, Colimes, Vinces, Paján- para
recoger historias, conocer hombres de leyenda y hembras
hermosas y bravías y mezclarse, hasta la saturación, en ese
olor y sabor purificados, pero ácidos, de la tierra
campesina.
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Cuando volvía a Guayaquil,
dejaba sosegar por un tiempo su acumulación de historias
-¿sorprendidas en otros? ¿vividas por él?- y luego se ponía
a escribir, sazonando la experiencia con su amor por Baroja
y sometiéndola, para eliminar residuos de mala materia, al
filtro depurador de France, y salían por fin sus magníficos
cuentos montuvios.
-
Pero no haya quien piense en
un recetario. Pepe era un artista de verdad, descontento de
sí mismo y de las cosas que le rodeaban; original, en la
única forma en que se puede serlo: remodelando ideas con
propias inspiraciones; y muy experto conocedor del oficio y
de lecturas para que hubiese sido un imitador.
-
Sólo para mojigatos quiso
decir la Biblia que no hay nada nuevo bajo el sol. Nada
nuevo, sí, pero en las esencias; y las esencias no existen
con verdad terrestre. Dolor, amor, llanto, risa, pasión
cualquiera, son categorías abstractas, inherentes al corazón
humano; no son nuevas, no son viejas, no cuentan principio
ni fin. Mas, ¿qué diablos tiene que hacer un artista en el
universo de lo abstracto, como no sea callar, contemplar y
acumular fortaleza para ponerse a revolver todo lo que al
modelo inmutable se parezca?
-
Cuadra sabía bien eso.
Aprendía y enseñaba, se hacía para sí mismo su forma y
oscilaba entre la esperanza y la angustia, entre lo blanco y
lo negro, entre lo malo y lo bueno, sencillamente fáustico,
que es el vaivén magnífico de la dulce y sagaz ignorancia en
que se desarrolla la vida y nos alcanza la muerte.
-
Por eso mismo, Pepe era un
ser difícilmente precisable. Un día era de un modo; otro, de
muy distinto. Vivía en lucha consigo mismo, se equivocaba y
enmendaba, acertaba y no era feliz. Sin haber sido jamás un
neurótico, Pepe era un hombre difícil. Escuchaba con
benevolencia, mas, de pronto soltaba un exabrupto. Demetrio
Aguilera Malta fue de nosotros quien más cerca estuvo de él.
"Pepe es genial y es bueno", decía de él. Decía verdad.
Poseía rasgos geniales y era, fundamentalmente, bondadoso,
por más que, de vez en vez, cometiera pequeñas maldades
humanas; condición, después de todo, una veces más y otras
menos, inseparable de los hombres.
-
HORNO es la prueba de fuego
de José de la Cuadra.
-
Aparecido en 1932, es el
mejor libro de literatura de ficción publicado hasta
entonces en el Ecuador.
-
La primera edición contiene
once relatos. La segunda, doce. De esta docena, diez son
pequeñas obras maestras. El mejor de todos -gusto mío, si
así lo estimáis ; gusto de todos, tal vez-, "La Tigra", no
se incluye en la edición de 1932, lo cual parece indicar que
fue escrito bastante más tarde, pues la segunda impresión
del libro es de 1940.
-
"La Tigra" es una novela
corta, una novelina con todas las exigencias del género. Se
desarrolla en un pequeño fundo montuvio llamado Las Tres
Hermanas, que son Pancha, Juliana y Sara María. No resisto a
la tentación de reproducir el epígrafe que Pepe antepuso,
como un pórtico lleno de gracia, al relato: "Los agentes
viajeros y los policías rurales no me dejarán mentir -diré,
como en el aserto montuvio-. Ellos recordarán que en sus
correrías por el litoral del Ecuador -¿en Manabí?, ¿en el
Guayas?, ¿en Los Ríos?- se alojaron alguna vez en cierta
casa de tejas habitada por mujeres bravías y lascivas...
Bien; esta es la novelina fugaz de esas mujeres. Están ellas
aquí tan vivas como un pez en una redoma; sólo el agua es
mía; el agua tras la cual se las mira... Pero, acerca de su
real existencia, los agentes viajeros y los policías rurales
no me dejarán mentir".
-
Sara María vive allí
secuestrada por la dos mayores -Pancha, la Tigra, y Juliana-
para preservarle la virginidad y evitar con ello una
maldición, según sentencia del demonio dicha por labios de
un brujo, el negro Masa Blanca, que se presentaba así: "Aquí
está en mi modesta persona un médico vegetal"; y que
reaparece en la novela inconclusa del mismo autor, LOS MONOS
LOCOS.
-
La Tigra maneja fusil y
machete, toca guitarra, es borracha y se acuesta con el
huésped de que gusta, lo goza y lo despide. Es una hembra de
mucho traer. Juliana síguela en el ejemplo y en la
competencia por el hombre, hasta la saciedad. Y la tercera
es la prenda para que "el patica", el diablo, no les
enderece la desgracia sobre ellas. Yo, la verdad, no he
leído nunca en literatura nativa una mejor presentación de
la conducta femenina sadomasoquista ni tan bella ni tan
magistralmente conseguida, como tampoco recuerdo nada que se
haya escrito aquí que de con más fidelidad la imagen del
baile montuvio.
-
Entre la batalla anímica,
brutal y primitiva, terriblemente bella, dulcifícase la
tensión con la historia de un músico, huésped indemne de la
casa del encanto, que hace decir -¿a la hembra bravía y
enamorada?, ¿al autor?-: "La marea ha de estar subiendo en
el río, en este instante, porque, como cuando refluyen las
basuras, vienen a la memoria cosas pasadas".
-
Debiera dejaros solos con la
inquietud y el deseo por leer la magnífica invención de
Cuadra, en la cual se encuentra la perfecta transposición
del tropo y la metáfora del idioma a la sabiduría del
montuvio; debiera hacerlo así, pero no me contengo en acabar
con dos asuntos: que el diablo condena a una mujer a
doncellez eterna, lo cual es una venganza al revés de las
caóticas fuerzas naturales, pero también una burla de las
predestinaciones de la divinidad, interesada en que no haya
mujer sin parir en este mundo, y una contribución al placer
competidor de las hermanas; una contradicción, pues, de las
propias e íntimas fuerzas de la vida. Y el final casi
increíble, y ajustado, empero, a la verdad: un telegrama al
intendente de Policía, dirigido por el jefe de un piquete de
gendarmes rurales comisionado para dominar al trío de
hembras, pues el secuestro de la menor había sido denunciado
por quien quería tenerla en matrimonio. Derrotada la tropa a
bala limpia por las dos mujeres y los peones, dice el
informe telegráfico: "De Balzar - enero 28 de 1935 -
intendente - Guayaquil - regresamos en este momento comisión
ordenada su autoridad - peonada armada hacienda tres
hermanas ataconos balazos desde casa fundo - señor comisario
herido pulmón izquierdo sigue viaje por lancha "bienvenida"
- un gendarme y tres caballerías resultaron muertos -
ruégole gestionar baja dichas acémilas en libro estado
respectivo - espero instrucciones - atento subalterno -
firmado jefe piquete rural"
-
Del gendarme no se solicitaba
baja alguna en ningún libro. ¿Para qué? Antes bien, se le
había dado de alta en el registro cantonal de defunciones".
-
"Ayoras
falsos" es una descripción acertada de la vida interior
y la conducta del indio serrano, aunque hay demasía en
señalar el lado negro de la conciencia. Al final, el indio
ofendido y vengador se contenta con arrojar a la casa del
patrón, contra la tapia, una piedra y luego rápidamente
esconde la mano bajo el poncho.
-
De truculencia innecesaria
acusaría yo a "Merienda de perro", sino fuera
intencionalmente provocada para desafiar al lector.
-
"Banda de pueblo" es, como
"La Tigra", más novela corta que cuento. Historia de músicos
trashumantes en la que cuando llega la tragedia con la
muerte del tocador de bombo, Ramón Piedrahita, ¡qué
profundidad, qué juego más sobrio en blanco y negro y qué
desgarrante intromisión en el sosegado terror de ciertas
almas de hombre! Hay en ello, de una manera tranquila, suave
y terrible, un relato de lo que es morir, destinado a la
antología de nuestro idioma. Cornelio, el joven hijo del
difunto, muchacho tristón y silencioso que odiaba cargar el
enorme instrumento cuando tenía que aliviar la fatiga del
padre, se levanta de pronto y se pone a acompañar con él la
sinfonía, a cuyo sortilegio todos, involuntariamente, como
llevados por el aire sombrío de la noche, se han rendido,
así como el viento del azar los juntó, los hizo andar juntos
y hacer la música de los pueblos olvidados en los caminos.
Gran unidad humana del hermoso relato. Hombres dispares,
echados aquí o allá a vivir, vagando por cualquier lado,
atando y desatando historias, supliendo, como fuera posible,
a las exigencias benigna y malignas de la vida, trabajo en
común, música en común, sueño en común, muerte en común.
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"Banda
de pueblo" es un relato de realización técnica colmado
de dificultades, afortunadamente resueltas.
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"Olor
de cacao" es nada más una nota, una mancha dulce, una
breve y primorosa acuarela.
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"Honorarios"
es un alegato en favor de la justicia -toda la obra de
Cuadra lo es-, hecho y conducido con dominio de personajes y
situaciones, y también con la hipérbole de predicador
encubierto que es la característica inevitable de la
literatura de la época. Aguilera Malta, con mucha fortuna,
puso el cuento en teatro.
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"La
soga", por fin, otro alegato más por la justicia, es un
breve cuento en el que la peripecia llega y se precipita
como una tormenta tropical, súbita, estremecida, y así
también, con brevedad febril, desaparece y deja el triste
olor de la tierra enfangada.
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OS
SANGURIMAS
es la gran obra de José de la Cuadra, aquella en donde todo
lo dio, todo lo supo, todo lo que tenía en la cabeza y el
corazón se le alivió.
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Es una novela. No es un
cuento largo, menester es afirmarlo categóricamente. Una
novela completa, por más que sea corta. Cuadra nunca quiso o
nunca pudo escribir con latitud: le daba la gana de hacer,
gozar y largarse. Cuestión de temperamento y de ansiedad.
Muchas veces me dijo que no le gustaban morosidades pero sí
el destello, la llama que de una sola vez ilumina, el grito
que revela mil pasiones del alma, cuyo detalle no
conseguiría ni acentuarlas ni hacerlas más patéticas.
-
Sí, todo esto es porque
Cuadra es cuentista y no realmente un novelador. Empero, LOS
SANGURIMAS es una novela, de las mejores que el género
americano, hispanoamericano, ha producido. Lo cual podría
comprobar que Pepe no estuvo en la verdad completa y que
hubiera podido detenerse apenas un poco, un momento más, y
darnos otras novelas. Tal vez. Lo cierto es que la forma, la
técnica, la osadía y el símbolo hacen de LOS SANGURIMAS una
novela típicamente española de América. Esto es lo que yo
creo.
-
Empieza con unas palabras
acerca de la "Teoría del Matapalo", árbol montuvio, ave de
presa vegetal, de muchas raíces, que todo se lo va comiendo,
que mata, hiere, se extiende, muere y resucita de mil modos
arbitrarios. "El pueblo montuvio -dice Pepe- es así como el
matapalo, que es una reunión de árboles, un consorcio de
árboles, tantos como troncos. La gente Sangurima de esta
historia es una familia montuvia en el pueblo montuvio: un
árbol de tronco añoso, de fuertes ramas y hojas campantes a
las cuales, cierta vez, sacudió la tempestad. Una unidad
vegetal, en el gran matapalo montuvio. Un asociado en esta
organización del campesinado del litoral, cuya mejor
designación sería:
MATAPALO, C.A.".
-
En apenas un centenar de
páginas -siempre tu prisa, Pepe- viven una gloriosa sinfonía
tres partes, tres grandes tiempos, y un epílogo, una coda
brillante que, como el matapalo, abatido por la tormenta o
la ancianidad, aún se debate en herir y derribar a otros
árboles. Quisiéramos ver extenderse hasta las consecuencias,
anticipadas en los arranques orquestales del primer
movimiento, donde la cauta y vigorosa repetición de los
temas profundos y ligeros, majestuosos y efímeros, prometen
y comprometen un desarrollo final caudaloso. Pero De la
Cuadra, ya lo sabemos, cumplía antes del vencimiento. Cosa
de gustar o no gustar, más que de verdadera frustración.
-
Es "El tronco añoso" la
obertura y la primera parte, todo en uno. Don Nicasio, don
Nicasio Sangurima, mestizo de español, de indio y de alguna
travesura gringa, aparece con ojos de hechizar a mujeres.
Cien veces abuelo, gran fornicador bíblico, exuberante,
emancipado de leyes que no le cuadran, dicenle que no puede
ser de sangre gringa, porque "los gringos se mientan Juay,
se mientan Jones, pero Sangurimas no"; y él responde: "Es
que yo llevo el apellido de mi mama... de los Sangurimas de
Balao, gente de bragueta". Y a la alusión de intimidades no
santas, sin perder el humor, el viejo pícaro replica: "Mi
mama no era así, don Cojudo".
-
Así empieza la versión
artística -transusbtancia de realidad en símbolo, secreto
ontológicamente verdadero de la buena literatura, ser y
condición hechos de nuevo por la energía creadora-, la
versión del fondo histórico mestizo de una región
ecuatoriana inmensa, prodiga y, por lo menos entonces,
todavía en gran parte primitiva. El montuvio tipifica, como
ningún otro poblador nuestro, el mestizaje fragoso e
indómito de los comienzos de la formación cultural, una
operación de espíritu y de cuerpo de mancomún hecha,
violenta y pesarosa, pero necesariamente vital e histórica
aunque parezca de naturaleza opuesta a ciertas formas
civilizadas de la coexistencia. El incesto y la
ilegitimidad, por ejemplo.
-
Y bien, Nicasio, el viejo,
era un valiente, pero también -montuvio, pues- ladino. Y
supo hacerle trampa al diablo, al "patica". Todos los
hombres han querido burlarse del demonio alguna vez. Todos
han querido lo que él ofrece sin pagar el precio justo y
convenido. Argumento, claro, de El Fausto. Sí y no; porque
en el drama goethiano la trampa la hace Dios desde el
comienzo, con el propósito de explicar los designios del
Creador y la razón por la cual el demonio y el mal son
indispensables al juicio teológico de la vida. Sangurima el
viejo se ha metido y ha engañado al diablo por su propia
cuenta; y tanto que, por sorna, por mejor reputar la burla
tremenda, deja contar a la gente que el desquite del demonio
ha consistido en no dejarle morir nunca. Y el pobre Nicasio,
que tanto gusta de vivir y engendrar, hace creer que el
descanso es lo único que ansía, pues, a la verdad, y por
culpa de sus tratos con el maligno, hace tiempo que está
completamente muerto por adentro.
-
El matapalo vive también de
trampas, por dentro hueco y carcomido, pronto a doblarse si
el viento lo ataca, pero siempre poderoso, dador de vida y
muerte con sus mil tentáculos nutricios. Don Nicasio, hombre
de muchas hembras y muchos hijos, "tantos como granos de
maíz", nunca dejó, como el matapalo, de fecundar, pero
tampoco, como el árbol increíble, de jugar con lo macabro,
pues que lo orgiástico no se alcanza sino al llegar al filo
paroximal de la muerte, y en el placer cada minúscula
fecundación va en compañía de un estertor. Amor y muerte son
amigos y se necesitan, uno y otra, para afirmarse. Y
Sangurima el viejo está sembrado en un lugar donde "los
muertos se convierten en árboles", donde, con más fertilidad
que en cualquier oro lado, de la muerte crece el fermento
del amor y de la vida.
-
La segunda parte, el segundo
gran tiempo de esta novela, está compuesto por "Las ramas
robustas"; los hijos más queridos y cercanos: Ventura, de
mote Raspabalsa, tacaño y servil, apaleado cierta vez por
orden de don Nicasio y, además, como el viejo solía decir,
"un grandísimo pendejo"; don Terencio, cura de San Francisco
de Baba, que se administraba grandes borracheras con el
hermano Ventura; el doctor Francisco, abogado, asesinado
misteriosa y salvajemente; el Coronel Eufrasio, presunto
asesino del hermano abogado, "ojo derecho de don Nicasio,
militarote de montonera, guapo, mujeriego, oficial del
general montuvio Pedro Jota Montero, saqueador, capaz de
todo y, como el padre, autor de muchos hijos "cocinados en
hornos diferentes, pero hechos con la misma masa"; Felipe,
llamado "Chancho Rengo", que cohabitaba faraónicamente con
su hermana Melania, hablillas tal vez de las que el viejo
Nicasio decía, al ser interrogado para que pusiera remedio:
"Tenían que hacerle (a Melania) lo que les hacen a todas las
mujeres... Que se lo haiga hecho Chancho Rengo... bueno,
pues que se lo haiga hecho...".
-
Así fue la vida montuvia; y
sigue, excepto en los sitios en que determinado tabú, de
origen desconocido, lo impide.
-
"Torbellino en las hojas"
llámase la tercera parte. Aquí todo se funde y se prepara el
acto final de la tragedia, a la que vienen condenados los
Sangurimas.. Tres hijas de Raspabalsa, bonitas y coquetas,
se enamoran de tres hijos del coronel Eufrasio, llamados,
por la madre de ellas, los Rugeles, y turbulentos como el
padre y el abuelo. Quisieron casarse, pero Raspabalsa se
negó a dar las hijas. Entonces, una de las muchachas se fuga
con Facundo Rugel. Luego, por venganza contra el orgulloso y
temeroso padre de ella, es asesinada de forma pavorosa, casi
imposible de reproducir... Vienen los rurales. Hay batalla
sangrienta. Y los Rugeles, por fin, son presos.
-
Al cabo, la coda, el
brillante y vivaz final con fuego y largas cadencias
viriles. El matapalo va a morir. Por primera vez se lo ve
llorar y sacudirse con un llanto que infunde miedo, un
llanto de loco. Este es el epílogo y se titula "Palo abajo".
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*
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na
vez leída, por vosotros y por mí,
LOS SANGURIMAS,
poco nos queda por decir, ¿no es cierto?. La obra de Cuadra
es fecunda, no obstante los pocos años que vivió. Escribió
otros relatos hermosos, de maestría técnica, pero que
no llegan, ni a distancia, a LOS SANGURIMAS.
-
Se ha de destacar "Galleros",
cuento que yo colocaría entre los más logrados, muy cerca de
"Banda de pueblo". Y otros, llenos de humor trágico, como
"Candado", o truculentos como "Shishi la chiva" y "Sangre
expiatoria", donde la trama se conduce con habilidad junto a
un personaje tan difícil como Ña Macaria, epiléptica,
terrible y fáunica.
-
Lo último que publicó Cuadra
en relato de ficción fue el libro
GUÁSINTON,
título del primer cuento del volumen, en el que se
encuentran varios temas de distintas fechas, según presume,
con razón, Jorge Enrique Adoum. En "Guásinton" ensaya De la
Cuadra el personaje animal, un gran lagarto cebado, que ama
y odia y sabe luchar con una valentía y astucia casi
humanas.
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uadra
era abogado. La mayor parte de su tiempo estuvo dedicada a
ganar para vivir en tareas diversas y hasta opuestas a la
literatura. Fue profesor universitario, desempeñó altos
cargos públicos, viajó por el Sur del Continente, hizo
muchas cosas que le privaron del tiempo para escribir; pero
fue fiel con la vocación, a costa de heridas y dolores casi
físicos, de tanto como le dolían. No pudo soportar la
tensión, y se murió.
-
Así fueron los cinco; así
tienen que ser, para su pena y sufrimiento, los escritores
ecuatorianos.
-
Joaquín Gallegos Lara,
paralítico de ambas piernas, terriblemente enfermo, era
capitán de un camión que cargaba piedras.
-
Demetrio Aguilera Malta
fabricaba fideos y galletas.
-
Enrique Gil Gilbert daba
clases en un colegio de segunda enseñanza.
-
Yo vendía productos de
farmacia.
-
Y después, Ángel Rojas,
abogado, como Pepe, con quien compartiera el estudio
profesional, y sembrador de banano.
-
Pedro Jorge Vera, librero en
cierta ocasión, de mil oficios para ganar la vida.
-
Alberto Ortiz, funcionario,
maestro...
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El mayor de los cinco está en
nosotros vivo. Cuando nos llegan momentos de desaliento y se
abren ante la fatiga los abismos insondables de la
inutilidad, oímos su exclamación desafiante: "¡Maldita sea
la literatura!". Sí, maldita, pero, dime, Pepe, ¿qué podemos
hacer con ella si su maleficio gozoso se nos metió muy
adentro en los misterios de la sangre? Al fin y al cabo,
escribir también, es vivir.
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ALFREDO PAREJA DIEZCANSECO |
Quito, julio de 1958. |
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